Tomado del libro ”¿CÓMO SE SOSTIENE LA VIDA EN AMÉRICA LATINA? FEMINISMOS Y RE-EXISTENCIAS EN TIEMPOS DE OCURIDAD (2019), publicado por el Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburg. Disponible para libre descarga en: https://www.rosalux.org.ec/producto/como-sostiene-vida-america-latina/
Desde que llegó a Ecuador la campaña reaccionaria Con mis hijos no te metas, en octubre de 2017, se generó una enorme inquietud en la militancia y la academia feminista. Muchas nos dedicamos a pensar qué significaban estas movilizaciones masivas, cuyo epicentro era la ofensiva contra la llamada ‘ideología de género’ en los distintos países. Qué significaba su coincidencia con un nuevo y potente ciclo de feminismo callejero, iniciado en 2016, cuya fuerza se irradió desde Argentina y multiplicó expresiones en el resto del continente. Todo ello comenzó a suscitar intervenciones, encuentros e investigaciones en distintos países; este texto es un aporte en esta dirección.1
El cruce entre estas actuaciones reaccionarias, atadas al nuevo ciclo conservador, y los caminos que están abriendo y recorriendo hoy los feminismos en movimiento es cada vez más explícito. Me preguntaba en una primera reflexión: “¿quién teme al feminismo?”. Creo que la pregunta ha redoblado su pertinencia. Estos movimientos conservadores, fundamentalistas, como los denominan algunos con su retórica antigénero, hablan y se confrontan con el feminismo, con el que promueve políticas en el Estado y con el que agita aulas, familias y barrios a través de actitudes, conversaciones y acciones cotidianas. Los fundamentalistas reafirman una renovada comprensión e interpretación del ‘otro’, las ‘otras’, ‘les otres’, así como una batería de recursos y argumentos en su contra. El lenguaje ‘contra el género’ se ha mostrado particularmente eficaz en algunos contextos, y es preciso aproximarnos a algunas de sus claves.
¿REACCIÓN A QUÉ?
En algunos de los foros se ha discutido sobre cómo llamar a esta ofensiva. Comúnmente se habla de fundamentalismo (protestantes) e integrismo (católicos). Tal y como explica Geraldina Céspedes (2018), el segundo término alude a la idea de “integrar todos los elementos de la sociedad bajo la hegemonía del poder religioso, representado por la jerarquía de la Iglesia católica”. Esto se traduce en una actitud rígida, apegada a las doctrinas, y la negativa a estimarlas y adaptarlas a la realidad de hoy. Se asume, por ejemplo, la diversidad de expresiones de la sexualidad, la crítica a la norma heterosexual que se expresa en la vida social o el cuestionamiento a las desigualdades y privilegios que se ocultan tras el celebrado canto a la diferencia entre mujeres y hombres. Se trata, en definitiva, de subordinar la regulación de la vida política a determinados preceptos de carácter único y excluyente, que lógicamente tienen un impacto en términos de invisibilidad, discriminación, rechazo y exclusión de quienes encarnan la alteridad.
Obviamente, si la única expresión correcta pasa por el binarismo de género, la familia heterosexual blanca, la subordinación de las mujeres y su representación como madres, aunque sean niñas vio- ladas o mujeres que no desean tener hijos, quienes optan por otras formas de amar, emparejarse, (no) maternar o cuestionar el poder patriarcal quedan fuera del cuadro ‘normal’, ‘natural’ de la sociedad. Que este rechazo cortocircuite las políticas de reconocimiento y resguardo de los subalternos del género y la sexualidad o se des- pliegue en políticas públicas reactivas institucionaliza en el Estado esta clase de percepciones sociales. La apelación a los principios liberales (cada uno puede pensar lo que quiera), a la que en ocasiones se recurre, puede encajar perfectamente con la aspiración integrista y fundamentalista de estos sectores. La desigualdad deja de ser un problema del orden social instituido y se difumina en un conjunto de opiniones particulares más o menos erradas.
Horacio Sivori (2018) sostiene que este concepto, fundamentalismo, ha perdido capacidad analítica para enfrentar las múltiples y proliferantes creencias que cabría agrupar en su seno. Me inclino a pensar, además, que esta denominación deja intacta la crítica al secularismo (Scott 2017), al que aludiré más adelante, y tiene el efecto de convertir a sus seguidores en un grupo de ‘bárbaros’ excesivamente alejados del común de los mortales. Los fundamentalistas siempre son otros, y ahora, más bien, la pregunta es ¿por qué, si los funda- mentalistas son tan extremistas, tan extraños, sus ideas logran tener éxito en sectores cuyo espíritu no es necesariamente radical, intolerante, fanático y antidemocrático? Las ideas pueden ser integristas, pero quienes las acogen en un momento dado pueden ser parte de sectores amplios de la sociedad, atraídos por una combinación de tradicionalismo patriarcal nostálgico renovado y crítica a la democracia realmente existente. Quienes se desmarcan y critican el ciclo progresista en la región, declarándose antipetistas o anticorreístas, no creo que se identifiquen todos ellos exactamente con la apología de la violación, el uso de armas, la pena de muerte, el racismo y la aniquilación de poblaciones no blancas o la continuidad del conflicto armado. Calificar las respuestas como ‘reaccionarias’, en plural, permite una primera identificación. El atractivo que puede llegar a suscitar esta identificación dispara los interrogantes.
La reacción frente al feminismo y su capacidad de instituirse en el Estado se ha ido evidenciando cada vez con mayor claridad (Careaga-Pérez, 2016; Corrêa, 2016; Viveros, 2017; Pecheny, Jones y Ariza, 2016; Graff, 2016; Esguerra, 2017). En las últimas décadas, distintas políticas de resguardo y reconocimiento han llegado a las instituciones, alentadas por sectores organizados que han incursionado en el Estado con distintos grados de éxito, muchas veces amparándose en declaratorias de organismos internacionales. En Colombia, por ejemplo, la aprobación del aborto en tres supuestos, el matrimonio y la adopción entre homosexuales expresan esta limitada incursión que no alcanza a otros terrenos (Bermúdez, 2018). No se trata de una historia lineal, de avances progresivos, de conquistas irreversibles, sino de una batalla muy ardua plagada de retrocesos, de muchos tira y afloja respecto a demandas; de aparición de sujetos y problemas que poco a poco han salido a la luz y han pugnado por ser reconocidos y valorados en entornos de extrema violencia.
Si consideramos el caso ecuatoriano, esto se advierte con claridad. Todo el esfuerzo de las compañeras por instituir una política de derechos sexuales y reproductivos, en educación, en salud, en participación, durante el primer período del llamado ‘ciclo progresista’ se revirtió por un nuevo pacto de poder en un momento de inestabilidad, que, a pesar de lo sembrado, se resolvió en un giro conservador. Aunque el correísmo promovió algunos avances iniciales, muchas medidas pronto quedaron a medio gas o en el aire. La derogación de Ley de Maternidad Gratuita y Atención a la Infancia en 2014, mediante el desmantelamiento de la unidad ejecutora, ya marca un camino de retirada. A este le siguió una serie de medidas y declaratorias en las que el presidente, Rafael Correa, reveló la impronta de un gobierno profundamente conservador en materia sexual y de género. Para este ‘católico de izquierdas’, el aborto, las diversidades sexuales y de género, el reconocimiento a todas las expresiones de la familia, etc., pasaron a ser ‘novelerías’ frente a los auténticos problemas que aquejaban al país.2 En el contexto de las movilizaciones reaccionarias en 2016, los mismos procesos de influencia de la de- recha sobre los legisladores, en este caso en relación con la Ley para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres3 o el Código de Salud, revelan la fragilidad de las propuestas ante los llamados al pánico moral. Ya sea por falta de presupuesto, por inconsistencia legal, por no estar claras las competencias y responsabilidades, o directa- mente por falta de compromiso en su implementación, las iniciativas pueden verse fácilmente truncadas. Es ahí donde, como dice Wendy Brown, reaparece el “hombre en el Estado” (Brown, 1992).

Imagen 1. Debate sobre la despenalización del aborto en caso de violación en la reforma del Código Integral Penal. Asamblea Nacional, Ecuador, 2013.