Más allá, aproximadamente 25 camionteas de policías estacionadas en fila nos esperan listas para cualquier llamado. Los vecinos pasan a su lado y les gritan y repudian “Dejen de matar al pueblo”.
Seguimos caminando más atemorizados. El ambiente está caldeado. Nos siguen llegando noticias de los amigxs de Senkata que siguen escuchando disparos. Ya estamos por llegar y la cantidad de militares en la zona es impresionante. Pocas cuadras más allá ya escuchamos los disparos. Los policías y militares nos desvían de la carretera. Ya no dejan pasar por ahí. Sólo uniformados con metrallas pueden caminar libremente.
Varios vecinos se encaminan por nuestra ruta. “A la pared” nos gritan los militares “Por su propia seguridad” nos dicen. Nosotrxs vamos caminando despacio, con temor. La zona está tomada por los militares. La casa de nuestros amigxs está cerca pero está sitiada, dos bandos de militares la rodean. Caminamos despacio. Llegamos a la puerta bajo la mirada atenta de todos los militares. Llamamos. Nos abren con recelo “Entren, entren” nos invitan atemorizados. Adentro todo está en silencio, nadie hace bulla, nadie sale. En un cuarto se encuentra resguardada toda la familia. Colchones en las ventanas y varias wawas tapiadas en el piso asustadas. Nos reciben con amor pese a que están fríos de miedo. Nos cuentan lo sucedido. “La mañana ha sido terrorífica, los vecinos han saldio a defender la planta de Senkata y los militares nos han atacado. Los aviones han disparado bala desde el aire. Hemos recogido heridos del piso y los hemos socorrido. Hemos levantado cuerpos gasificados. Aún hay gente desaparecida. No vamos a parar” Hay llanto y dolor y mucha desprotección.
Eso, eso siento, una profunda y silenciosa desprotección. No hay quién los socorra salvo ellxs mismos. No hay autoridades, ni cuerpo policial de su lado. Están abandonados a su propia suerte contra un cuerpo militar asechando. La estrategia de amedrentamiento es terrorífica y eficaz, poner el propio cuerpo de los hijxs contra sus padres. Al final es el pueblo contra el pueblo, mientras desde arriba (o desde abajo) los politicos miran cómodos cómo nos matamos.
“Hemos escuchado que nos quieren desaparecer nuestros muertos, llevarselos para ocultar la evidencia” nos cuentan los vecinos, como en las peores dictaduras de nuestro continente. “No lo vamos a permitir” nos recalcan.
Los disparos y dinamitazos se siguen escuchando. Los militares observan con recelo la casa donde nos reunimos. Adentro nos abrazamos, charlamos, acullicamos. Nos sostenemos y apoyamos. La familia está asustada, la posibilidad de una represión en la noche acrecenta los miedos. Decidimos desalojar a los niñxs de la casa. El miedo nos invade. Los militares siguen afuera resguardando. Se escuchan más disparos y dinamitazos. Nos intimidan. Hablamos con otros compañerxs y decidimos salir por Achocalla, porque la carretera está tomada, no podemos pasar por ahí. Los papás deciden quedarse a cuidar la casa “todo puede pasar hoy” dicen. La mamá llora, sabe que la noche no la pasará con sus hijxs y que debe haver vigilia con los vecinos.
Dividimos los grupos y decidimos salir lo antes posible antes de que anochezca. Los militares se han agrupado en la carretera, tenemos la calle libre. Salimos corriendo, antes de que nos pesquen “Los están observando” nos dicen los vecinos. También otros vecinos me miran con recelo ¿quiénes somos éstos extraños que recorremos sus territorio?. Ese otro es el que se teme ahora, ese otro desconocido que ahora tiene cara de muchos que entran en la misma categoría “indio”, “blanco”, “racista”, “masista”, “marchista”. Brechas gigantescas que parecían haber
desaparecido de nuestro imaginario, ahora vuelven a pegarse en la piel, a deconstruir caminos andados, a olvidar nuestra historia.
En la ciudad de La Paz la gente hemos armado murallas gigantes para protegernos de ese otro desconocido. Hemos tapiado nuestras puertas y ventanas para que ningún “peligroso” entre. Nos han llenado la cabeza con la historia de que viene “ordas de marchistas” que quieren matar, saquear y quemar todo lo que encuentren a su paso. Tememos que venga el indio a comernos. Por otro lado escucho lo mismo teñido con otros rostros, otros nombres “cierren sus casas porque vienen los racistas”, “porque vienen los saqueadores”. Algúna vez creímos que los puentes acercaban abismos insodables, hoy los puentes parecen más, latitudes imaginarias de unos cuántos que soñamos pasar a través de ellos.
Seguimos caminando con los niñxs de la mano, tratando de pasar entre la gente que nos mira intrigada. Llegamos donde están los militares cercando, nos tiemblan los pies. Apresuro el paso y bajo corriendo por la quebrada que nos sacará hacia Achocalla. Bajamos por la carretera de piedra que sigue siendo vigilada por los comunarios. Nos dejan pasar tranquilxs y nos saludan amablemente. Mientras bajamos, hemos cambiado radicalmente el sonido de las balas por las del agua de vertientes de la zona. Mi miedo se va diluyendo con el riachuelo que nos sigue.
Llegamos a la casa de nuestros amigxs quienes nos esperan con cariño. Somos un grupo de gente que se apoya, que se quiere, que se respeta. Venimos de diferentes zonas, contextos, localidades y realidades, pero todxs nos abrazamos porque creemos en la comunidad, creemos en la construcción de un mundo más justo y humano. Nos abrazamos entre todxs y tenemos que despedirnos. Las wawas se quedan ahí resguardadas. Los papás deben volver a vigilar su casa y su zona, nosotros debemos seguir camino. Nos salen lágrimas “que no haya masacre esta noche” nos despedimos temiendo siempre lo peor.
La tarde se empieza a poner y nos queda mucho camino por andar. La mayor parte la hicimos en silencio, digiriendo todo lo vivido, todo lo visto, todo lo sentido. Hemos atravezado toda la carretera de Achocalla a pie, pasando barricada tras barricada de vecinos que se niegan a dejar sus puestos.
Ya es tarde en la noche, y finalmente llego a casa. Vuelvo cansada, retorcida, porque fui testigo del pánico que están viviendo los vecinos de Senkata al ser atacados por militares, escuché el enojo de la gente al sentirse relegada, aplastada, reprimida. Mientras tanto aquí en la ciudad, la gente hace filas de filas para cargar gasolina a sus autos. Gasolina que viene teñida de sangre, de dolor y temor.
Hoy la represión fue en Senkata, mañana sobre nuestros cuerpos que no pueden expresarse libremente, sobre nuestras ideas que no pueden exponerse porque se encasillan en partidos politicos, porque ya no podemos expresarnos sin ser “masistas” o “mesistas” o “camachistas”, sobre nuestros símbolos ancestrales que no pueden ondearse libremente, sobre nuestras luchas y nuestra esperanza.
Quieren reprimirnos, quieren asustarnos, quieren meternos miedo, pero quiero creer que debajo, detrás, encima o alado de cualquier ideología, habitamos seres humanos que aún queremos la paz, la unidad, el respeto a la diversidad, el cuidado de nuestros territorios, de nuestra madre tierra, de nuestros cuerpos. Cada día lloro ante un país que se me cae a pedazos en las manos, pero aún quiero creer que en estos pedazos se esconden células revolucionarias que emergieron y que se convertirán en células de convivencia y respeto mutuo entre todos y todas los habitantes de este nuestro país llamado Bolivia.