VEGETACIÓN SIMPLE, HONDAS RAÍCES. A PROPÓSITO DE “EXPLICACIÓN DE MI PAÍS”, UN DISCO SUSTANCIAL Por: Alejandro Canedo

El 8 de febrero pasado se publicó en redes sociales la obra musical del cantautor Jesús Durán, El Jechu. Las siguientes líneas, en tono testimonial, se refieren específicamente a la impronta del volumen “Explicación de mi país”, un prodigio de la música popular producida desde estos territorios.

 

Cumplidos nueve años, yo había empezado a pulsar una guitarra prestada, rasgueando algún huayño con dificultad, ni soñar entonces con rasguear una cueca o un taquirari. Ni siquiera sabía templar la guitarra, así que esperaba con ansias a que mi hermano mayor llegara a casa y la temple, con un método singular: sostenía el auricular del teléfono entre hombro y oreja, y con la guitarra entre sus brazos, tensaba y tensaba la primera cuerda, hasta que su sonido coincidiera con el tono del teléfono.

Fue por aquellos meses iniciáticos cuando llegó a mi casa un paquete inquietante. Mi hermano mayor trajo algunos discos de vinilo de larga duración. En la mayoría de los sobres reconocía a un hombre, en diferentes circunstancias. En un sobre, se mostraba al hombre aquel, joven y melenudo, sobre un trasfondo compuesto por un ocaso encendido en algún océano remoto. En otro, aquel muchacho, ya entrado en años, se encontraba sentado en la sala de espera de alguna terminal, aeroportuaria tal vez. En otro sobre, el mismo hombre guiñaba un ojo con desenfado, rodeado de caricaturas humorísticas. Y en el último sobre, se reconocía su silueta sosteniendo una guitarra ante una multitud. Al ver esas tapas, me dije: “deben ser de rock y este [el hombre aquel] uno de esos rockeros…”, y exilé esos discos a la indiferencia, como una muestra elocuente de mis prejuicios, que prosperan en la ignorancia petulante. Aquellos discos eran, respectivamente: Mediterráneo, En tránsito, Cada loco con su tema, y En directo, de Joan Manuel Serrat.

Por otro lado, además de los volúmenes descartados hubo uno que sí escuché. En el diseño de tapa del disco se apreciaba el mapa de Bolivia sobrepuesto en la boca de una guitarra, y en la contratapa una fotografía de un grupo de personas con guitarra, charango, bombo, quenas, zampoñas, diríase en plena sesión de ensayo. Todo en blanco y negro. Esas imágenes convocaron mi atención, supongo motivado por cierta afinidad entre ellas y mi experiencia de aprendiz, así que puse el disco en el tocadiscos. Una cálida voz femenina ofrecía una crónica de viaje o diario personal. Nunca antes había escuchado un disco en el que las personas hablaran, o sea, que no sea la música la que invadiera el recinto exclusivamente. Pero yo me concentré en la música, pues la narración aquella no despertaba mi interés (en ese entonces) más que como preámbulo de las canciones.

Por años ese volumen compartió el podio de mis favoritos, aunque en una dimensión muy íntima, dado que los amigos con quienes conformé diversos grupos folklóricos (vecinos o compañeros de colegio) no tenían idea de su existencia. Y es que todos estábamos obnubilados por participar del “boom” de grupos folklóricos en el que, a diestra y siniestra, recreaban el modelo Kjarkas hasta el hartazgo, en la década del 90. Y pese a ya haber aprendido a acompañar cuecas, bailecitos, taquiraris y otros ritmos, no me propuse aprender las canciones que ya amaba del disco aquel, condicionado sin duda por aquella atmósfera folklorizante.

Ahora bien, a pesar de aquella hegemonía aplastante, ese disco casi clandestino me permitió salir a flote, entre otros aspectos, del sexismo y la violencia masculina presente en los requiebros gratuitos de la mayoría de las canciones folklóricas de esos años y (más) de ahora.

Años y búsquedas posteriores consolidaron mi aprecio por aquella obra, así como por otras, como la del ya mencionado Joan Manuel Serrat, una de las obras más trascendentales de la música en español, pero también de otras propuestas artísticas bolivianas y de otras latitudes geográficas y estéticas. Asimismo, ya en otra dimensión de mi experiencia vital, aquella obra constitutiva acompañó y, por qué no decirlo, facilitó y animó mi comprensión de la obra de Zavaleta Mercado, Silvia Rivera, Xaviel Albó, Felipe Quispe y, en los últimos años, de las vertientes indigenistas y feministas contemporáneas que cuestionan y enriquecen aquellos antecedentes.

“Explicación de mi país”, muy a la contra incluso de propuestas artísticas posteriores y contemporáneas, propició mi posicionamiento crítico ante la música y la poesía, pero también ante todas las realidades. Creo que la música y la poesía emergentes de aquellos surcos en el vinilo produjeron otros surcos, surcos interiores que cobijaron semillas de otras músicas, de otras poéticas, de otras canciones, y germinaron en lo que hoy por hoy experimento y comparto como un ser humano miembro de estos pueblos y territorios, guitarrero y aprendiz de poeta, acudiendo siempre a aquel impulso vital. Como dice un verso en ese disco germinal: “Vegetación simple, hondas raíces”