DE DIABLOS Y DIOSES: UNOS CASI RELATOS PERDIDOS Por Mario Rodríguez Ibáñez

 NACIMIENTO DE LA DIABLADA

Había penumbra, no oscuridad, sólo penumbra. Un diáfano y persistente latido empezó a brotar sobre aquella esfera suspendida en el universo de colores. Se abrió paso de a poco, como queriendo gozar su nacimiento, reconocer cada momento y cada lugar de su emergencia a la vida. Brotó de a poco, con la paciencia de los que saben que la muerte es sólo otra forma de nacer.

Se estiró, tomo aire, se dio fuerzas con el paisaje de planetas colgando en un universo claro y sombrío a la vez; se acurrucó y soltó la última atadura que lo unía al pozo materno. Saltó, flotó, se estiró aún más que la primera vez y entonces vio el rojo escarlata de un planeta, los tonos del crepúsculo de otro, el azul intenso más que azul del cielo, el amarillo pálido y el amarillo encendido que colgaban del fin del horizonte.

No escucha nada más que su propio latido. No sudó ni se sobrecogió. Se estiró aún más que la segunda vez. Entonces…. por todos los poros le brotó agua de río, agua de lago, agua de mar, agua nomás; tierra de arriba, tierra de abajo, tierra rojiza, tierra cobriza, tierra nomás; animales de miedo, animales de abrigo, animales de encariñar, animales nomás; api con llauchas, ispis con mote, maíces nomás,…

Así, el 8º día, Dios hizo al Diablo y de éste brotó la vida que nosotros vivimos nomás.

 

LOS 7 CRISTOS

Eran siete… como un número profético, los cristos crucificados. Todos tenían el rostro sufriente y la corona de espinas en su lugar, como Dios manda. Gruesas gotas de sangre resbalaban por sus pieles como promesa de redención. La sangre brotaba por aquellas heridas en las que yacían sendos clavos relucientes. Clavos que parecían sonreír. Pero no era una sonrisa maliciosa o de triunfo, era una sonrisa vergonzosa, de quien cumple una misión a sabiendas de que todos le miran mal, pero no hay remedio, sin su trabajo no habría salvación. Entonces es una sonrisa de vergüenza mezclada con orgullo de quien cumple una misión sin la cual el mundo estaría condenado por siglos de los siglos.

La gente pasa a borbotones, con la cabeza gacha y la humildad a flor de piel. Ponen velas y elevan oraciones. Suplican, agradecen, piden, claman…. y también sospechan. Miran de reojo, siempre, las llagas, el rostro sufriente, la corona de espinas, los clavos orgullosos y avergonzados… Todos miran a esos siete cristos crucificados, y miran que gracias a su dolor pueden pensar en la salvación, en el perdón de los pecados que toda persona hecha y derecha tiene, aunque sea unos chiquititos e insignificantes como piojos tuertos. Por eso, todos prefieren ver a los siete cristos crucificados con su dolor.

Todos menos uno. Se llama Santiago y tiene siete años. Entró a la iglesia de la mano de su madre que viene a pedir favores a los siete cristos. Con ella llega al altar. Su madre pone siete velas y llora mientras masculla una oración. Él se fija en un Cristo pequeñito en el rincón, allá atrás… No está crucificado como el resto. Viene caminando y se dibuja levemente una sonrisa entre la comisura de sus labios. Santiago lo ve más con curiosidad que con preocupación, él, el Cristo, le hace un guiño y lleva el dedo índice izquierdo a la boca y suavemente, con tono de complicidad, le dice: “me cansé de tanto dolor y fui a dar una vuelta para hacerle poesías a la luna”.

Santiago calla, entre la comisura de sus labios también se le forma una sonrisa, y llora… pero no de dolor, sino de alegría.