“Estamos queriendo nosotros que la población boliviana nos reconozca como negros”, eso nos decía Jaime Salinas al presentar a la Saya del Gran Poder de Chicaloma, una de las más de 30 comunidades negras asentadas en los Yugas de La Paz, en un concierto en Wayna Tambo ocurrido en 1.995, el año de nuestro nacimiento.
Según datos, los más conservadores, se calcula que al menos 10 millones de personas fueron arrancadas a la fuerza del continente africano para ser traídas como esclavas a nuestro continente en los tiempos de la dominación colonial europea. Los cálculos más pesimistas llegan a proponer que más allá de los registros oficiales, tratando de dimensionar las personas que llegaron por la vía del contrabando, ese número pasaría de 40 a 80 millones de personas. Muchas murieron en el camino del tráfico esclavista, nunca se registraron sus nombres, sus historias y su número es difícil de calcular. Y, sin embargo, hoy en día nuestro continente no puede comprenderse sin sus dos pies de origen: el indígena originario y el negro africano, y desde ahí todos los intercambios y reconfiguraciones que vivimos por la inevitable presencia de las culturas dominantes coloniales europeas y luego del mundo entero.
Bolivia no fue un país de alto destino de población africana, pero su presencia puso su huella cultural a nuestra diversidad, inicialmente en las minas de Potosí, donde llegaron como mano de obra esclava, pero fundamentalmente en la región de los Yungas de La Paz donde terminaron asentándose en las haciendas productoras de coca y fruta.
Para 1.995 ya se había visibilizado el Movimiento Afroboliviano que a través de la saya estaba reconquistando su lugar de visibilidad en la diversidad cultural del país. Era la saya de Tokaña, otra comunidad de raíces afro de los Yungas, la más conocida por entonces. En Chicaloma la gente se había organizado en su propia saya, la del Gran Poder de Chicaloma justamente, habían recuperado varias cajas antiguas, de los abuelos y abuelas, para recuperar sus sonidos propios que estaban en proceso de erosión.
Era el tiempo en el que los caporales de varios grupos folklóricos andinos urbanos estaba de moda y empezaba a conquistar el continente con su ritmo contagioso y sus danzas llamativas. Lo hacían con el nombre de saya, desnaturalizando la riqueza de una música comunitaria compleja de conversación y diálogo entre diferentes toques de tambor: el tambor mayor (o caja), el tambor menor, el gangingo, la guancha, los cascabeles, los cantos responsoriales, los coros, las coplas de solistas, la danza, la ritualidad, la irrupción de las raíces africanas entremezcladas con elementos aymaras.
La riqueza cultural de la herencia africana, la dignidad negra. Así que escuchar esas cajas y esos cantos comunitarios era un acto de dignidad, pero también de reconocimiento. Era volver a la saya: “después de 500 años me vayas a cambiar, el bello ritmo de saya por uno de caporal”, decía la letra de uno de esos cantos en esa noche de 1.995.
Así llegó a Wayna Tambo la Saya del Gran Poder de Chicaloma, Jaime Salinas, quien hizo la presentación del grupo hizo el contacto, era un amigo de ruta en los procesos educativos, comunicativos y culturales por los que veníamos transitando esos años. Él vivía en Chulumani, cerca de Chicaloma, y desde ahí trabajada en la “promoción” campesina y la dignificación de la población negra, del que él era parte. Fue una noche mágica, para muchas personas un descubrimiento de lo que era la saya tradicional. Y a través de la saya, poco a poco, adentrarse en otros ritmos como en la semba, el mauchi, el baile de tierra o huayño negro. Fue una manera de aproximarnos a las historias de personas concretas, con raíces milenarias, una manera de retejer otros puentes entre el África y Los Andes.
Aquí rememoramos ese encuentro musical en Wayna Tambo, préstenle atención a las letras, al ritmo, a las cajas dialogando, nos siguen diciendo mucho, mucho….
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