EL TRABAJO DEL SALAMANQUERO Por: Elena Peña y Lillo

Una mesa cubierta por un pullu, dos velas, las astas de un toro, la bolsa de coca, un anafe como el que tenía mi abuelo, guirnaldas de Todos Santos, un poncho de esos pesados, tejidos a mano, ásperos al tacto, el sombrero raído de tanto de uso. Esta es la mesa de un curandero, de esos a los que vamos a hacernos curar el mal aire, arreglarnos los huesos y pedir una limpia.

La noche va cayendo en el Castillo Azul, la luna está en creciente y el ambiente es propicio para contar cuentos de miedo. Al frente, se presenta el Salamanquero, el nieto de la abuela Pelagia, la mamita que, desde las quebradas de Carachimayo, le ha desgranado en sus oídos de niño las historias de los gigantes, los tapaus, la choquena, la sierpe, el cabildo, la salamanca, la apacheta, narrándoselas una y otra vez en esas largas noches sin luz, en ese ejercicio de memoria viva que es contar lo que nos han contado y contar lo que hemos vivido. Y el Salamanquero nos recuerda que todavía se pueden distinguir los gigantes convertidos en piedra. Y sabemos que en el campo seguimos buscando y temiendo encontrarnos un tapau. Que el soplo de la tierra -su mal aire- no nos perdona las malas acciones. Y cuando todo falla, todavía vamos al curandero a hacernos ver en coca qué es lo que está causando tanta desgracia. Y cuando nos falta lluvia y golpea la sequía, elevamos nuestras rogativas en el cerro más alto, rezando para que caiga agua del cielo.

Pueden ser cuentos de miedo, sí, pero son también ese tejido de moralidades que, bien adentro y bien profundo, hemos escuchado en la niñez y forman parte subterránea de varias de nuestras actitudes: que el oro del duende no se toca, que el incesto trae granizo, que la abundancia hay que agradecerla, que antes de viajar hay que encomendarse a la tierra, que agosto siempre es hambriento…

El mérito de Sadid Arancibia es la recolección activa de las historias oídas, pero el relato siempre es una acción contemporánea, incluso cuando es escrito y aún más cuando es hablado. Ahí donde los cuentos nos dejan una moraleja, el Salamanquero nos interpela por el trasfondo, lo que oculta el mito y al ponerle nombre a ese silencio, el terror se aviva. Los relatos de la muchacha de los gatos y la sierpe aún me estremecen. ¿Hay algo que de más miedo que la desgracia en soledad y el castigo hipócrita? También en estos valles hemos tenido nuestra propia caza de brujas, aún la tenemos.

La puesta en escena de “El Salamanquero: cuentos desde las salamancas chapacas” tiene como base una obra con el mismo título, un libro que recopila nueve historias orales del Valle Central de Tarija y los asentamientos de migrantes rurales que, a mediados de los noventas, llegaron a los barrios que hoy componen la llamada periferia de la ciudad de Tarija. Sadid parte de la primera persona, de los cuentos narrados por su abuela en la infancia, esa memoria suya que es el legado de quién sabe cuántas generaciones de personas al lado del fuego, pero no se queda ahí. Hay un trabajo de investigación detrás, una búsqueda por las versiones dispersas en diferentes comunidades y personas, porque la oralidad está viva, y cada persona tiene su propia versión. Sin embargo, las memorias, en lo esencial, son coincidentes; quizás por eso hay tantas y tantos espectadores que asienten con la cabeza mientras escuchan los cuentos del Salamanquero. O dicen, después, que habían escuchado algo parecido de alguien más.

La oralidad le da otro toque, desde que las velas se encienden y las sombras danzan, la magia comienza. Como dice el Salamanquero, desde el campo de Tarija para otros lados, para tuitus los laus, en esta oportunidad, hacia El Alto, primero en la Wayna Tambo el 29 de mayo y luego en La Altusa, el 31. Pasen, hermanitos, a escuchar estas historias que también son las nuestras. Pasen, que el nieto de la abuela Pelagia quiere hablar.