REFLEXIONES SOBRE LA CRISIS DEL COVID-19 Por: Mateo Glayre

A continuación ponemos a tu disposición una entrevista con Mateo Glayre quin nos da a conocer sus reflexiones, análisis y aportes respecto a lo acontecido durante la crisis sanitaria del covid-19

Las medidas sanitarias dividen a nuestras sociedades y nos enfrentan unos a otros, ocultando el hecho de que todos somos víctimas de un sistema que ha hecho posible la aparición de la enfermedad, su rápida propagación, medidas de consecuencias dramáticas y el sufrimiento de las personas mas delicadas.. En una situación tan inédita, es difícil creer que la solución de uno sea la mejor. Para la redaccion de nuestro periodico ¡Menos! más que discutir sobre la pertinencia o no de la vacunación o de las medidas de proteccion, parece más importante reflexionar juntos sobre las condiciones que hicieron posible la aparición de la pandemia y sobre el tipo de relación con la salud que deseamos.

Nuestras sociedades están hoy atravesadas por una escisión ante las medidas sanitarias, ilustrada por la relación con la vacunación. Algunas personas se vacunan para evitar formas graves de la enfermedad. Otros se vacunan por solidaridad, por el deseo de proteger a los más débiles de sus conciudadanos. Otros – o los mismos – se vacunan por motivos menos altruistas, para poder volver a su «vida de antes»: salir, viajar, etc. Por otra parte, una gran parte de la población rechaza la inyección. Algunos desconfían de las autoridades o de la industria farmacéutica, otros son egoístas y se escudan en el término «libertad». Y otros por solidaridad con las poblaciones que no tienen acceso a la inmunización o a sistemas sanitarios sólidos.

En una situación tan compleja como la repentina aparición de una nueva enfermedad contagiosa y de tratamientos igualmente nuevos, parece temerario asumir que «los otros» están definitivamente equivocados. Todavía hay muy poca información retrospectiva, tanto sobre la enfermedad como sobre los efectos a largo plazo de las medidas sanitarias o los tratamientos. Sobre todo, esta división oculta los verdaderos problemas y responsabilidades. En efecto, los pueblos y las personas de hoy, y en particular los más desfavorecidos, son sobre todo víctimas de un sistema que ha hecho posible la aparición del virus, su rápida propagación, la elección de medidas sanitarias restrictivas asi como el fallecimiento de gente con problemas previos de salud ligados al modo de vida.

En la urgencia de una situación así, es lógico que algunos de nuestros conciudadanos tomen a veces decisiones que parecen incoherentes o incluso egoístas. Dado que la vida colectiva requiere decisiones comunes y, a ser posible, democráticas, es importante debatirlas de forma respetuosa y tolerante, lo que es casi imposible en la actualidad, dado el alto nivel de conflictividad. Tenemos que entender cómo hemos llegado a este nivel de tensión, que a veces desgarra familias y amistades.

Sin duda, los medios de comunicación desempeñaron un papel decisivo. Al no querer arriesgarse a las críticas hacia las autoridades politicas y sanitarias, han contribuido en gran medida a forjar una forma de «unión sagrada» para la que la guerra contra el virus lo justifica todo. Esto se hizo más evidente a principios de diciembre, cuando la prensa suiza «aprobó por unanimidad las nuevas medidas sanitarias del gobierno » , abandonando así su papel crítico como cuarto poder. Al seleccionar a especialistas afines a la línea gubernamental y suprimir las voces críticas, silenciando a gran parte de la población, médicos y otros especialistas, la prensa ha empujado a la gente a buscar por su cuenta fuentes alternativas de información, no todas ellas serias, por no decir otra cosa. También nos parece que Internet, especialmente a través de los teléfonos inteligentes y las redes sociales, es en gran medida responsable de ahondar la brecha. Los algoritmos, al proponer contenidos que corresponden a los hábitos y preferencias del internauta, confinan a cada persona en su propia burbuja y hacen creer en la libertad y la apertura de miras. Así, atomiza a las personas y despolitiza el debate, al tiempo que autoconfirma las opiniones de cada cual en lo que cree que son sus convicciones.

Mientras discutamos sobre la mejor manera de responder a la crisis sanitaria a corto plazo, corremos el riesgo – aparte de crear bandos irreconciliables – de multiplicar este tipo de situaciones en el futuro. En este sentido, más que centrarnos en las mejores formas de responder a la emergencia -lo cual es obviamente necesario- proponemos dar un paso al lado y pensar en cómo evitar o minimizar este tipo de crisis en el futuro, precisamente para proteger a largo plazo a las personas más expuestas. Para ello, debemos abrir un verdadero debate democrático sobre nuestra relación con la enfermedad, la salud y la vida.

El primer paso debería ser preguntarnos cómo surgió el Covid. La muy official IPBES (Plataforma Intergubernamental en Biodiversidad y Servicios Ecosistemicos), el equivalente del GIECC de la biodiversidad, publicó ya en otoño de 2020 un informe titulado «Salir de la era de las pandemias». Este documento señala claramente que «no hay ningún gran misterio sobre la causa de la pandemia COVID-19, ni de ninguna otra pandemia moderna […]. Son las mismas actividades humanas las que están provocando el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y, por su impacto en nuestro medio ambiente, el riesgo de pandemia. Los cambios en la forma en que utilizamos la tierra, la expansión e intensificación de la agricultura y el comercio, la producción y el consumo insostenibles están alterando la naturaleza y aumentando el contacto entre la fauna salvaje, el ganado, los agentes patógenos y los seres humanos. Este es un camino que conduce directamente a las pandemias«. VIH, Zika, Chikungunya, Ébola, H1N1, Síndrome Respiratorio de Oriente Medio, H5N1, SARS, enfermedad de Creutzfeldt-Jakob: más de la mitad de los nuevos patógenos que afectan los humanos proceden de especies animales. Y la hipótesis de que el virus se escapó de un laboratorio no cambia fundamentalmente la situación: la pandemia no es el resultado de una desafortunada coincidencia natural, sino una consecuencia de las sociedades modernas.

El IPBES es categórico: «Las pandemias futuras se producirán con más frecuencia, se propagarán más rápidamente, causarán más daños a la economía mundial y matarán a más personas que COVID-19, a menos que se modifique el enfoque global del control de las enfermedades infecciosas«. Como señala el agrónomo y activista ecosocialista Daniel Tanuro: «El riesgo de epidemia se suma […] a los cuatro grandes riesgos del cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la eutrofización del agua y la pérdida de suelo. Por separado, cada uno de estos riesgos es desalentador. Juntos, y combinados con las desigualdades sociales, conducen a la humanidad hacia un futuro muy oscuro, del que la pandemia es un anticipo. Si nada cambia, los más pobres, las mujeres, los niños, los ancianos, se verán amenazados en masa, sobre todo si son inmigrantes o pertenecen a comunidades racializadas.» Asi, claramente, son las sociedades productivistas modernas las que están en la raíz de esta pandemia. Centrarnos en problemas a corto plazo y dividirnos en soluciones inmediatas nos impide comprender los orígenes de estas enfermedades y nos condena a padecerlas en formas mas fuertes y mas seguidas en el futuro.

Otro elemento importante es la diferente vulnerabilidad de las poblaciones y los individuos. En la actualidad parece bastante claro que las personas que más padecen el coronavirus son sobre todo personas con sistemas inmunitarios debilitados, en gran parte debido a enfermedades sociales. «Desde el principio de la pandemia, los estudios científicos constataron una mayor mortalidad en las zonas más contaminadas«, informa un artículo de la revista ecologista en línea Reporterre. «Desde las primeras semanas de la pandemia, los estudios chinos constataron una mayor mortalidad en las zonas más contaminadas, mientras que los investigadores italianos documentaron el mismo fenómeno, especialmente en la muy industrial Lombardía, la región transalpina que pagó el precio más alto por el coronavirus.» En otro artículo, Reporterre indica que «los enfermos crónicos han sucumbido mucho más al Covid-19 que los demás, como demuestran varios estudios. Sin embargo, el desarrollo de obesidad, diabetes, cáncer, hipertensión… está directamente relacionado con factores medioambientales, que las políticas de salud pública no tienen en cuenta ». Las comorbilidades más importantes son las enfermedades cardiovasculares, respiratorias y la diabetes. La prestigiosa revista médica Lancet advertía ya a finales de 2020 que «la interacción de la Covid-19 con el aumento mundial continuado durante los últimos 30 años de las enfermedades crónicas y sus factores de riesgo, entre ellos la obesidad, la hiperglucemia y la contaminación atmosférica, ha creado unas condiciones de tormenta sanitaria, alimentando al numero de muertos de la covid. Las enfermedades no transmisibles han desempeñado un papel fundamental en el millón de muertes causadas por el Covid-19 hasta ahora, y seguirán determinando el estado de salud general de cada país incluso después de que la pandemia remita.«

En el caso de Suiza, el Oficio Federal de la Salud informó igualmente el pasado mes de octubre de que «el 16% [de las personas hospitalizadas desde el inicio de la pandemia] no tenía ninguna enfermedad preexistente y el 84% tenía al menos una. Las tres enfermedades preexistentes más mencionadas fueron la hipertensión (49%), las enfermedades cardiovasculares (38%) y la diabetes (24%) ». Al principio de la pandemia, una encuesta de Television publica suiza ya había mostrado que «de un total de 101 pacientes infectados por el nuevo coronavirus e ingresados hasta ahora en la unidad de cuidados intensivos del HUG, 83 tienen sobrepeso u obesidad «. Es tanto más importante tener en cuenta estos elementos cuanto que estas comorbilidades afectan más a los sectores desfavorecidos de la población: viven en entornos más contaminados (los barrios más afectados por la contaminación atmosférica suelen ser barrios obreros y/o de inmigrantes más que zonas residenciales agradables); del mismo modo, la comida basura afecta más a las familias pobres que a las adineradas. Las sociedades modernas tienen una gran responsabilidad en esta crisis debido a las desigualdades abismales y a la fragilidad que generan. Un enfoque preventivo de la salud -el pariente pobre de la medicina moderna- y una reducción drástica de las desigualdades son fundamentales para minimizar el impacto de las enfermedades, sobre todo en las poblaciones desfavorecidas.

Otra cuestión importante es el papel de las autoridades. El sistema electoral y su «cortoplacismo» obliga a los cargos electos a hacerse visibles a toda costa, a dar la ilusión de que controlan las operaciones para obtener el próximo mandato. Además, la proximidad de las élites políticas y económicas hace que las primeras se inclinen por medidas que beneficien a las segundas. Así, es cierto que la priorización de una solución técnica como la vacunación – aparte de estar en el aire de los tiempos por su solucionismo tecnológic o- es más rentable para las empresas que el desarrollo de una medicina preventiva basada en la sobriedad y no centrada en fármacos caros o tratamientos tecnológicos.

Evidentemente, el papel de la industria farmacéutica también es fundamental: permanece en un segundo plano y actúa de manera discreta para que las soluciones que se necesitan sean las que le reporten más beneficios. Mediante la urgencia y el pánico, ha conseguido imponer acuerdos secretos a los Estados. Cuestiones importantes como el precio de las vacunas o la responsabilidad en caso de problemas siguen sin conocerse en casi todos los países. En Suiza, por ejemplo, el Consejo Nacional (Camara baja del Parlamento) dio muestras de una lucidez sorprendente y poco frecuente al exigir a principios de diciembre que el Consejo Federal (Gobierno)  publique los contratos que ha celebrado con los fabricantes de vacunas. Interpharma, la organización que agrupa a las empresas farmacéuticas suizas, reaccionó enérgicamente contra este delito de lesa majestad, denunciando que «¡la fiabilidad de Suiza como socio contractual se ha visto imprudentemente comprometida!» Hasta ahora, los contratos siguen secretos. Asi, hacer que nuestra salud dependa de empresas multinacionales ávidas de beneficios, cada una de las cuales ha sido condenada varias veces por falsificar estudios o comercializar indebidamente un medicamento, constituye un riesgo enorme.

Otro elemento fundamental es la cuestión del acceso a la sanidad, que no es igual para todos según el enfoque sanitario elegido. Por ejemplo, casi un año después del inicio de las campañas de vacunación, África sólo ha inmunizado al 7% de su población, mientras que el número de dosis en circulación podría haber permitido vacunar a toda la población de riesgo y al personal sanitario que lo deseara en todo el mundo. Los ejemplos de medicamentos producidos por empresas farmacéuticas que han permanecido inasequibles durante décadas en el Sur son más la norma que la excepción: ¿es razonable esperar que algún día los más pobres tengan acceso a ellos? Parece claro que cualquier medicamento, y más ampliamente cualquier terapia de alta tecnología desarrollada por laboratorios, seguirá siendo siempre de muy difícil acceso para las personas y los Estados del Sur global. Por tanto, confiar únicamente en este tipo de soluciones parece arriesgado: mantiene a individuos y poblaciones dependientes de tecnologías y empresas sobre las que nunca tendrán control… ¡y a las que muy raramente tienen acceso! El informe del oficial IPBES señalado antes es sorprendentemente explícito en este punto: «Responder a las enfermedades sólo después de que se hayan producido, mediante medidas de salud pública y soluciones tecnológicas, y en particular mediante el rápido desarrollo y distribución de nuevas vacunas y terapias, es un camino lento e incierto, cargado de sufrimiento humano y que cuesta decenas de miles de millones de dólares cada año.

Hay muchos problemas con las opciones que han guiado hasta ahora las respuestas sanitarias de nuestros estados al covid. Centrarse únicamente en soluciones a corto plazo tiende a crear divisiones en nuestras sociedades y a ocultar los verdaderos problemas de salud, con los consiguientes riesgos, por un lado, de fractura social y, por otro, de reproducción de los problemas, sobre todo para las poblaciones desfavorecidas en todo el planeta. En terminos de salud, como en otros ámbitos esenciales, se tendria más bien de favorecer enfoques globales y «low tech», que refuercen la autonomía de los individuos y de sus comunidades, basándose en conocimientos y técnicas que puedan dominar las autoridades locales. El reto consiste en favorecer políticas sanitarias que sean ante todo preventivas, que tengan por objeto reducir la vulnerabilidad de los individuos y las comunidades, reforzar su salud permitiéndoles vivir en un entorno sano y no contaminado, dándoles mayor acceso a un estilo de vida y una alimentación sanos, y a actividades significativas. Para tratarse, conviene privilegiar enfoques, técnicas y medicamentos sencillos, al alcance y control de todos, conocimientos que en parte ya están disponibles en las tradiciones de los pueblos. Por último, se trata de construir individual y colectivamente una relación más pacífica con la vida y la muerte. En resumen, se trata de abandonar las sociedades mortificantes, productivistas, individualistas y materialistas de hoy y construir sociedades decrecientes en las que redescubramos el sentido de los límites y la moderación. Estas sociedades permiten a los individuos y a sus comunidades reclamar y asumir la responsabilidad de su salud, en lugar de ponerla constantemente en manos de otros.

« Hubieramos podido mostrar estar más apegados a nuestras libertades que a nuestra salud».

Basándose en su relación con filósofos y disidentes de la Europa del Este comunista, la filósofa Alexandra Laignel-Lavastine propone una reflexión sobre la práctica de la libertad en la situación concreta de la crisis sanitaria. (Articulo tambien traducido de la revista Moins, No61, noviembre-diciembre de 2022)

Durante décadas, la mayor parte de la izquierda occidental nos ha explicado que apelar a la trascendencia es reaccionario. Usted, en cambio, abre su libro con la siguiente afirmación: «Un hombre es libre, íntegro y, por tanto, está vivo, en el sentido más fuerte de la palabra, sólo si está dispuesto a preguntarse por qué -por qué principios, qué ideales, qué bien superior- estaría dispuesto, llegado el caso, a comprometer su vida y arriesgar un poco su sacrosanta salud. Si no, ya estamos muertos. Sólo es sagrado aquello por lo que uno acabaría dispuesto a sacrificarse y sacrificarse, superando así nuestra esclavitud a vivir por vivir». ¿No es aquí la propia visión de la condición humana por parte de esta izquierda lo que está cuestionando?

Sí, pero eso se explica porque esta izquierda bobo-nunuche ha perdido la cabeza y se niega a sí misma. En consecuencia, nos abandonó a nosotros, ¡y no al revés! De ahí la gigantesca irreflexión de esta crisis: ¿qué estamos arriesgando, individual y colectivamente, al reducir el hombre a la vida y erigirla en valor supremo? Esto es lo que nuestra izquierda, encerrada en su lógica higiénica, ya no ve.

Mi definición de lo que significa ser un ser humano vivo me parece auténticamente de izquierdas, en el sentido de la Ilustración, porque consiste en recordar una verdad elemental: vivir humanamente no es lo mismo que vivir en absoluto. En otras palabras, y contra este nuevo culto a la «nuda vida» (Walter Benjamin), la vida en sentido biológico no puede ser el bien soberano, porque es el alfa, no el omega. Y para salvaguardar la omega, ¡hay que estar siempre dispuesto a cometer la alfa! Esta es la tragedia de la condición humana.

Dada la extraordinaria magnitud de la crisis que se avecina y la espantosa ligereza con la que estamos rompiendo un mundo que no estamos seguros de poder reparar, invitaría pues a nuestros amigos de la izquierda que encuentran anticuada la trascendencia a meditar sobre lo siguiente: La vida es ciertamente un bien infinitamente precioso, pero si fuera el primero de ellos, no habríamos tenido Appel du 18-Juin, ni resistentes dispuestos a tomar las armas, ni disidentes bajo el comunismo, ni al Dr. Li en Wuhan para alertarnos de la gravedad de la pandemia, ni médicos harapientos bajo el Covid-19 para salvarnos la vida. .. Ni generaciones enteras de personas sacrificadas en las barricadas en nombre de una determinada idea del hombre. ¡Tú y yo ni siquiera estaríamos aquí para hablar de ello! La vida es el alfa, no el omega.

Piénsalo de nuevo: durante la Ocupación, había por un lado quienes estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para preservar o mejorar sus vidas (las masas atemorizadas y los collabos). Por otro lado, había quienes también estaban dispuestos a todo, pero para defender que la vida no lo es todo, que hay principios superiores al de la supervivencia, como la libertad, la dignidad, el valor o el honor. Se les llamaba resistentes.

No es una cuestión trivial establecer la vida como el bien supremo. Debemos haber olvidado las lecciones de la historia para llegar a este punto, y haríamos bien en tener cuidado, porque los criterios que rigen nuestras decisiones hoy se utilizarán mucho después de que la situación de emergencia haya pasado.

A este respecto, usted contrapone nuestras «tonterías sentimentales» al humanismo endurecido de los antiguos disidentes de Europa del Este, a los que ha dedicado varios libros. ¿Cómo sigue siendo relevante, en su opinión, el legado intelectual de la disidencia en tiempos de coronavirus?

Nuestra evidente dificultad con la tragedia y la finitud me recuerda irresistiblemente el mensaje que el disidente checo Vaclav Havel envió a los pacifistas europeos en 1985, advirtiéndoles contra la ambigüedad de su lema: «¡Prefiero rojo que muerto! Havel, entonces bajo arresto domiciliario, les dijo que debían reflexionar urgentemente sobre este asunto crucial: «Por aquí, uno preferiría considerar que, en caso de catástrofe [alusión a 1938, el Acuerdo de Múnich], el hecho de no arriesgar la propia vida para salvar su significado y su dimensión humana conduce no sólo a la pérdida de su significado, sino también, al final, a la pérdida total de la vida y, en general, de miles o millones de vidas.» Movilizar medios colosales para salvar vidas es, por supuesto, el honor de las sociedades modernas. ¿Pero a qué precio? ¿A costa de lo que da sentido y dimensión humana a nuestras vidas? Este remedio, que también nos lleva a oponer falazmente salud y economía, como si esta última no tuviera nada que ver con la «vida», con la carne, las lágrimas, la desesperación y la sangre de los seres humanos, es algo diabólico, nos advertiría hoy Havel.

Que ya no se entienda esta obviedad parece llenarle de pavor…

Y así debe ser. No olvidemos que el mundo libre, del que somos guardianes y custodios -nosotros, «gente de izquierdas (universalista)» quizá incluso más que otros-, se construyó precisamente sobre la idea de que el bios no puede resumir en modo alguno la totalidad de la existencia humana. «Un hombre que no es más que un hombre ya no es un hombre», escribió Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. Nuestros contemporáneos apenas piensan en ello hoy en día, pero esta peligrosa restauración del hombre a la «vida desnuda» es la otra cara de la moneda -mucho menos sonriente- del eslogan «la vida es el valor supremo». ¿Es ésta la mejor noticia del nuevo siglo? Esta idolatría de la vida también forma parte de un extraño fanatismo del presente, como si sólo contaran los muertos de hoy, en detrimento de los de mañana, arbitrariamente excluidos de nuestra esfera de obligaciones morales, y como si ya no tuviéramos que rendir cuentas a nadie, ni a los que nos han precedido ni a los que nos seguirán.

Por eso prefiero el humanismo escrupuloso que profesa la disidencia. Estos hombres en pie no se arriesgaron a olvidar que si la vida no tiene precio, es porque puede no tenerlo, porque generalmente es por esta razón, e incluso con esta condición, por la que merece la pena vivir.

Bienestar», «calidad de vida», «derecho a la felicidad», todo ello parece haberse convertido en nuestro horizonte utópico insuperable, incluso dentro de la ecología oficial. Sin embargo, el sentido de la justicia, la libertad o el respeto a la naturaleza exigen saber «sacrificar» o «renunciar» al menos a una parte de la propia comodidad. El precursor del decrecimiento, Ivan Illich, insistía en que «toda elección, para ser verdadera, requiere una renuncia». ¿Acaso esta crisis sanitaria no pone finalmente de manifiesto esta crisis de sentido?

Sí, y aquí estamos de acuerdo porque nos enfrentamos a un enorme problema fundamental sobre el que compartimos una gran preocupación. Desde 1945, toda la historia europea parece estar impregnada de la convicción de que la naturaleza, pero también los Estados y la ciencia, son medios para mejorar la vida y el bienestar de la humanidad en la Tierra. ¿Progreso? Mis herejes de Praga, Varsovia y Budapest eran, como usted y como yo, más escépticos. Estos rebeldes aislados, perseguidos y encarcelados las más de las veces, estaban bien situados para saber con qué rapidez la cobardía y la gangrena del miedo se apoderan de las mentes de las sociedades (comunistas o democráticas) movidas sobre todo por la pasión del supermercado, de la seguridad, de la autoconservación y del bienestar, por relativo que sea. Como tu maestro Ivan Illich, el mío, Jan Patocka, el filósofo de Praga, decía lo mismo en su testamento espiritual de 1977, escrito justo antes de sucumbir a un largo interrogatorio policial por haber fundado una organización clandestina, la Carta 77, dedicada a «la defensa de los derechos humanos y las libertades democráticas»: «Una vida que no está dispuesta a sacrificarse por su sentido no merece la pena ser vivida», nos decía Patocka. Es, en otras palabras, una vida amputada, atrofiada o disminuida, una vida que se cree llena de riquezas, pero cuya muerte ya la ha agarrado por la espalda sin que se dé cuenta. Es lo que él llama, en su obra de filósofo, «la vida en tópico». Pero también existe, señala, «la vida en amplitud», aquella que el hombre encuentra al confrontarse con su finitud, con los límites que encierran su existencia. Pero eso no es todo, pues el hombre que se mantiene erguido está obligado -por una cuestión de honor-, prosigue Patocka, a enfrentarse a esos límites en la medida en que se preocupa por su humanidad y aspira a la verdad. Es una idea maravillosa. No es casualidad que el gran libro político de Patocka se titule Libertad y sacrificio.

Usted observa que una gran parte de la población, lejos de preocuparse, parece adherirse a las restricciones de las libertades más fundamentales…

Sí, es llamativo. Al fin y al cabo, individualistas y anarcoconsumistas que somos, podríamos haber estado más apegados a nuestras libertades que a nuestra salud. Pero ocurre lo contrario: se ha descubierto el alcance del sentimiento de vulnerabilidad y la necesidad de protección de las masas. ¿Hasta dónde estarán dispuestos a llegar en su nombre? De hecho, el argumento sanitario, masivo y excluyente, ha prevalecido desde el principio, hasta el punto de permitirlo todo. Pero, según ese criterio, ¿por qué la fragilidad de la salud humana no habría de representar una emergencia perpetua, susceptible de proporcionar al Estado una coartada permanente para un estado de excepción indefinido? Si la vida lo es todo, ¿por qué no considerar que, como un déspota medianamente ilustrado, el Estado asistencial podría e incluso debería hacer todo lo posible por protegernos? Todo, incluso rastrearnos digitalmente y vigilarnos biotecnológicamente. A condición, claro está, de que se perfeccionen las «aplicaciones», ya sea en nombre de la salud pública o de la «maximización del bien colectivo». A menos que queramos dejar a nuestros descendientes un mundo bastante chino, haríamos bien en darnos cuenta de que si prevalece la razón sanitaria, la tiranía, la sinrazón y la descivilización están a la vuelta de la esquina.

Articulo de Mateo Glayre publicado en el numero 56 de enero-febrero del 2022 de la revista Moins !

Fuente original de la imagen en portada: https://www.aa.com.tr/es/mundo/bolivia-atraviesa-la-tercera-ola-de-covid-19-en-crisis-y-con-solo-el-5-7-de-su-poblaci%C3%B3n-inmunizada/2268640