SOBRE MODERNIDAD, DESARROLLO Y PROGRESO Por: Mario Rodríguez Ibáñez

  1. LA MODERNIDAD

Occidente moderno no es homogéneo en sí mismo, en su interior conviven cosmovisiones diversas y divergentes, corrientes culturales de ruptura con lo dominante. Pero, en el presente capítulo, nos centraremos en la modernidad dominante y hegemónica.

 

Como ya indicamos, este punto también será tratado como un marco interpretativo, pero a diferencia del punto de la cultura andina, se pondrá algunos referentes históricos. El tiempo de la cultura de occidente es el tiempo de la historia, y por ello esta opción metodológica es una opción también cultural.

 

Si bien el punto de la cultura andina se basó en vivencias, observaciones cotidianas y lecturas complementarias, en este caso trataremos de hacer hablar a los propios teóricos de la modernidad. Por ello recurriremos a bastantes citas explicativas.

 

1.1. LOS CIMIENTOS DE LA MODERNIDAD

«Ser modernos es encontrarnos en un ambiente que promete aventuras, poder, alegría, desarrollo, transformación de uno mismo y del mundo, y que, al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, lo que conocemos, todo lo que somos. Los ambientes y las experiencias modernas traspasan todas las fronteras de la geografía y las etnias, de las clases y las nacionalidades, de las religiones y las ideologías: en este sentido se puede decir que la modernidad une a toda la humanidad. Pero se trata de una unidad paradójica, una unidad de desunión: nos introduce a todos en un remolino de la desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia perpetuas. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, ‘todo lo que es sólido se evapora en el aire'»[1]

 

La cita de Marshall Berman nos sitúa claramente en un ambiente moderno, una mezcla de aventura y de angustia, pero fundamentalmente nos indica que la modernidad está presente, hoy, en todo el mundo, incluido nuestro país y el contexto andino. Por ello, es importante tratar de profundizar qué es la modernidad.

 

Algunos de los actuales filósofos de la modernidad, o de la refundación de la modernidad, plantean que: «Con contenido variable, el término ‘moderno’ expresa una y otra vez la conciencia de una época que se pone en relación con el pasado de la antigüedad para verse a sí misma como el resultado de una transición de lo viejo a lo nuevo. […] La fascinación que los clásicos del mundo antiguo ejercían sobre el espíritu de tiempos posteriores se disolvió por primera vez con los ideales de la Ilustración francesa. Específicamente la idea de ser ‘moderno’ por volver la vista a los antiguos cambió con la fe, inspirada por la ciencia moderna, en el progreso infinito del conocimiento y el avance infinito hacia mejoras sociales y morales»[2]. Lo que no deja claro Habermas es, que esa fascinación por lo nuevo como progreso infinito, y como un constante desligarse de lo antiguo, no se corresponde con todas las épocas y culturas, es propia de una época y una cultura determinadas: la moderna occidental. La modernidad no es lo actual ni lo de moda, es una forma de concebir el mundo y actuar en él.

 

«La modernidad comenzó como un proceso de desencantamiento de las imágenes metafísico-religiosas del mundo, del hombre y de la historia. De aquí se derivaron dos consecuencias: la pérdida de aura de las tradiciones y la necesidad de búsqueda de un nuevo sustrato. Al perder su aura, su supuesta sacralidad,  su invulnerabilidad, las tradiciones fueron despojadas de tres funciones que solían desempeñar: fundamentación del orden social por recurrencia al origen, vinculación de los sujetos en el proceso mismo de evolución de la vida, y prescripción con respecto al deber-ser y al futuro. Estas funciones comenzaron a ser atribuidas al nuevo absoluto, la razón, bajo la forma de fe en las posibilidades ilimitadas del individuo (racional y autónomo), en el progreso de las ciencias y las técnicas y el ordenamiento racional de la sociedad. El objetivo que se pretendía era construir un mundo inteligible en el que la razón, tribunal supremo, institucionalizase el juego de las fuerzas políticas, económicas y sociales en base al libre contrato entre seres iguales y solidarios»[3]

 

Tres factores concurrieron en los inicios de la época moderna en occidente: la mediación de la máquina entre el hombre y la naturaleza, el mito bíblico de la predestinación singular del hombre sobre el resto de la creación, y el dualismo cartesiano del alma y cuerpo, espíritu y materia, pensamiento y extensión. Esto provoca que «el hombre occidental no se siente parte de la naturaleza, cuando menos su ser no se agota en ella: la naturaleza es sólo un medio para realizarse. La máquina es símbolo del distanciamiento entre el hombre y la naturaleza. Y el pensar puro, abstracto, expresión de su espiritualidad y trascendencia. El mito bíblico de considerar al hombre como rey de la creación no hace más que fortalecer esta actitud fundante y legitimarla»[4].

 

A pesar de las críticas posteriores al pensamiento cartesiano, no hay duda de que este sentó las bases de las concepciones modernas. «Descartes (1596-1650) clasificó lo existente, que para él no era más que un conjunto de cosas, en res cogitans (cosa pensante), esto es, el hombre; y en res extensa (cosa medible), o sea, la naturaleza. Con ello la naturaleza deviene en lo medible, lo conmesurable, lo cuantificable: en ‘los recursos'»[5].

 

El hombre aparece enfrentado a la naturaleza, a la que puede vencer sólo a través de su racionalidad. «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que todo el universo se arme para aplastarla. Un vapor, un poco de agua, bastan para darle muerte. Pero aun cuando el universo la aniquila el hombre sería todavía más noble que aquello que le da muerte, porque sabe que muere y porque conoce la ventaja que el mundo tiene sobre él. Toda nuestra dignidad consiste en pensarlo»[6].

 

Si bien desde el mito bíblico de la creación, el hombre estuvo en la cumbre de la misma, su relación con ella era contemplativa y de respeto por ser obra divina, a través de ella se expresaba la grandeza divina; esta es la actitud de la ciencia y el conocimiento griegos, la de contemplar y sorprenderse de la perfección de la creación divina. Sólo con la modernidad llega la actitud de conocerla hasta en sus más remotos secretos para dominarla y transformarla, se cree que así se es más semejanza de Dios, que es creador, ingeniero, hacedor,… «[…]la mitología cristiana, expresada en este relato de la creación del mundo, representa ya las raíces de la cosmovisión del Homo Faber europeo»[7].

 

En la modernidad se privilegian tres conceptos básicos, como posibilidad de dominio y transformación de la naturaleza: privilegio de la techné (técnica), la idea de la creación y la razón práctica. Deviene en un mundo máquina, los paradigmas de perfección son máquinas; en la historia se pasa del reloj (énfasis en la precisión), al motor (énfasis en la potencia y el poder capaz de mover y transformar), finalmente a la computadora (énfasis en las posibilidades ilimitadas del pensamiento y la memoria). Las máquinas son una operación de la técnica sobre la realidad, el mundo es un obstáculo que hay que vencer y modificar.

 

Con la modernidad la idea del progreso infinito e ilimitado se sitúa en lo más alto de la realización humana, la capacidad creadora y transformadora del hombre se considera ilimitada, el progreso deviene como fuerza motriz de la historia.

 

Weber, Durkheim y Habermas coinciden en afirmar que la modernidad emerge de dos disociaciones interrelacionadas: la separación entre «sistema» (aparatos económicos y estatales) y «mundo de vida» (cultura concebida ampliamente como ensamblaje de creencias y presuposiciones que sirven como medio para las relaciones intersubjetivas); y la racionalización del mundo de la vida en tres esferas autónomas de valores: la cognitiva, la moral y la estética. La cultura queda así aislada del conjunto de la reproducción material, y la totalidad es fragmentada en dominios autónomos.

 

Según García Canclini, la modernidad tiene cuatro movimientos básicos: 1) emancipación por la vía de la secularización de los campos culturales, la racionalización de la vida social y el individualismo creciente; 2) expansión del conocimiento y la posesión de la naturaleza, la producción, la circulación y el consumo de los bienes, el incremento del lucro, la promoción de descubrimientos científicos y el desarrollo industrial; 3) renovación a través del mejoramiento e innovación incesantes; 4) democratización desde lo educativo, la difusión del arte y los saberes especializados para una evolución racional y moral[8].

 

La modernidad, para poder realizar estos cuatro movimientos básicos, como criterio de racionalización para una vida más justa, pretende construir espacios en los que los saberes y la creación puedan desplegarse con autonomía. Pero, «la modernización económica, política y tecnológica -nacida como parte de ese proceso de secularización e independencia- fue configurando un tejido social envolvente, que subordina las fuerzas renovadoras y experimentales de la producción simbólica»[9].

 

«La modernidad se rebela contra las funciones normalizadoras de la tradición; la modernidad vive de la experiencia de rebelarse contra todo lo que es normativo»[10], pero al mismo tiempo crea una de las sociedades más normadas para garantizar la convivencia entre individuos cada vez en mayor competencia y soledad. La sociedad reemplaza a Dios como principio de juicio moral. Se funda el derecho y la norma, el Contrato Social se erige como el mecanismo regulador de la convivencia humana. 

 

La fragmentación de la vida en esferas autónomas contribuye a una separación entre sujeto y razón, dimensiones constitutivas de la modernidad: se consideraba que la modernidad es el diálogo entre razón y sujeto, sin la razón el sujeto estaría condenado a encerrarse en su identidad, sin sujeto la razón sólo devendría en instrumento de poder. Este diálogo, en la realidad, no se da, «[…] la sociedad moderna descarta a la vez al individuo y lo sagrado en provecho de un sistema social autoproducido, autocontrolado y autoregulado. Así se establece una concepción que descarta cada vez más activamente la idea de sujeto»[11]. El hombre se convierte en un ciudadano regido por normas, su ilimitada creatividad y libertad es reducida a las exigencias del poder que controla sociedad. El triunfo del capitalismo industrial y  su determinación ética y científica llevan a este triunfo de la razón instrumental y a la reducción del sujeto. El sueño de la modernidad demuestra sus límites: «Al mismo tiempo que los amos dominan la naturaleza, el hombre parece estar encadenado a otros hombres o a su propia infamia»[12].

 

Se hace necesaria, al interior de la modernidad, una distinción entre modernización y modernismo. La modernidad es entendida como etapa histórica, la modernización como proceso socioeconómico que trata de ir construyendo la modernidad, y los modernismos como los proyectos culturales que renuevan las prácticas simbólicas con un sentido experimental o crítico[13].

 

Las propuestas revolucionarias de la izquierda -que comparten concepciones con la educación popular- no se distancian de la modernidad, sino que pretenden su realización. «La idea revolucionaria une tres elementos: la voluntad de liberar las fuerzas de la modernidad, la lucha contra un antiguo régimen que pone obstáculos a la modernización y al triunfo de la razón y, finalmente, la afirmación de una voluntad nacional que se identifica con la modernización»[14].

 

 

«Marx es moderno en el más alto grado, pues define la sociedad como un producto histórico de la actividad humana y no como un sistema organizado alrededor de valores culturales o incluso alrededor de la jerarquía social. Pero Marx no identifica la visión modernista con el individualismo; por el contrario, el hombre del que habla Marx es el hombre social, definido por el lugar que ocupa en un modo de producción, en un universo técnico y en relaciones de propiedad, un hombre definido por las relaciones sociales antes que por la búsqueda racional del interés»[15]

 

La crítica central de la posiciones revolucionarias está en el exagerado individualismo creado por la modernidad capitalista, se plantea modelos de vida más colectivos y solidarios. Pero, como lo explica Touraine,  ni la revolución ni la democracia son la participación de ciudadanos libres, más bien son sistemas totalitarios y/o excluyentes donde el poder se ejerce con gran violencia física o simbólica. La modernidad se desarrolla, por tanto, en una incesante lucha entre una razón instrumentadora del poder que anula al sujeto, y un proceso de subjetivación por el cual se revela ante el dominio de la razón.

 

Con estos primeros acercamientos a la modernidad, queda demostrado que ésta es parte de un modelo cultural y una época determinadas, por tanto no es un modelo necesariamente universal, aunque se haya extendido a todo el planeta. Weber admite que otras culturas, aparte de la occidental, tienen formas de racionalización, pero señala que ninguna lleva a la forma peculiar de racionalidad occidental.

 

2.2. MODERNIDAD, PROGRESO Y DESARROLLO

 

«La metáfora fundadora del pensamiento moderno es la idea de progreso y de ella se derivan aquellas en las cuales se sustentan las ciencias sociales, especialmente la metáfora del desarrollo»[16].

 

Cada cultura tiene una visión distinta del tiempo, «el cristianismo rompió el tiempo circular de la antigüedad grecoromana y postuló un tiempo rectilíneo y finito, con un principio y un fin: la Caída y el Juicio Universal. El tiempo moderno es el hijo del tiempo cristiano. El hijo y la negación: es un tiempo en línea recta e irreversible, pero carece de comienzo y no tendrá fin, no ha sido creado ni será destruido. […] su verdadero nombre es historia. El fundamento de la modernidad es una paradoja doble: por una parte, el sentido no reside en el pasado ni en la eternidad sino en el futuro y de ahí que la historia se llame asimismo progreso»[17]. El cambio es la sustancia del progreso histórico. El progreso se asocia a la idea de desarrollo como proceso natural de todo organismo.

 

Comúnmente se entiende por desarrollo, al proceso por el cual un organismo libera sus potencialidades hasta alcanzar unas formas más completas, maduras y adultas. Con la teoría evolucionista de Darwin (1859 aproximadamente), el desarrollo fue concebido como transformación permanente hacia formas cada vez más perfectas a través de procesos selectivos; el fin de la completitud y la adultez es cambiado por el de la perfección infinita. Esta concepción biologista del desarrollo fue trasladada a la esfera social en la última parte del siglo XVIII. A finales de ese mismo siglo ya es común encontrar que se equipara desarrollo histórico con desarrollo natural, bajo el argumento de que ambos son variantes del desarrollo homogéneo del cosmos creado por Dios[18].

 

Al ligarse historia y desarrollo, en la línea evolucionista de Darwin, se cree que la historia tiene un camino determinado hacia el perfeccionamiento de las sociedades, la perfección está vista como industrialización y transformación de la naturaleza al servicio del hombre, ya sea en su versión capitalista como en la comunista. «La evolución natural se vuelve sinónimo de progreso y ese progreso se mide por la distancia que separa al hombre de los animales y al civilizado del salvaje»[19]. El progreso se vuelve un vertiginoso camino que lo envuelve todo, «[…] nunca se permitirá a nadie descansar. Porque todo lo que ha sido mejorado es bueno sólo por un fugaz momento histórico. Más tarde estará otra vez atrasado y listo para ser superado»[20].

 

La idea de una perfectibilidad como fin del desarrollo sienta las bases para la universalización del proyecto de la modernidad:

 

«En la segunda mitad del siglo XX, el ‘proyecto de la modernidad’ con sus lógicas termina siendo entendido y difundido como un ‘patrón de desarrollo’ universalmente válido, imponible a todo pueblo puesto que responde a su verdad -todavía- oculta, separable del racionalismo occidental que le diera origen, y consistente en una gavilla de procesos acumulativos y que se refuerzan mutuamente (formas de acumulación, desarrollo de las fuerzas productivas, incremento de la productividad, implantación de poderes centralizados, desarrollo de identidades nacionales, difusión de los derechos de participación política, de las formas de vida urbana, secularización de los valores, etc.). Se construye, así, y se difunde una ‘teoría de la modernización’ que, al romper el nexo originario entre modernización social y modernidad cultural, se desprende de la historia occidental (destemporalizándose y desespacializándose) y, por tanto, puede exhibirse como ‘patrón de desarrollo’ (modernización) que, como hemos dicho, consiste en una gavilla de procesos que comienzan por la economía y promueven, desde ella, un determinado orden político y una cultura doméstica o funcional a dichos procesos»[21].

 

Es en el siglo XX cuando se universaliza y se torna hegemónica la modernidad entendida como desarrollo y progreso. Recordemos que el presidente norteamericano, Truman, en 1949 da un impulso vigoroso al desarrollo, al hablar por primera vez de los países subdesarrollados a los que hay que prestar ayuda para llegar al desarrollo de los países de Europa y Norte América. De ahí partieron una secuela de intentos modernizadores de América Latina a título de «ayuda» como la «Alianza para el Progreso», «Ayuda para el Desarrollo», «Cuerpo de Paz», etc, y que además serviría como uno de los elementos del marco referencial para la oleada de financiamientos en el surgimiento de las llamadas Organizaciones No Gubernamentales en el sur. El discurso cambia, se deja de hablar de subdesarrollados para hablar de países en vías de desarrollo, pero el modelo del progreso ilimitado y desarrollo como fin humano se mantiene.

 

El desarrollo adquiere ciudadanía universal a través del concepto de escasez que, «fue construido por los economistas para denotar el supuesto técnico de que los deseos del hombre son grandes, por no decir infinitos, mientras que sus medios son limitados aunque mejorables»[22]. Esto lleva al desenfreno de los deseos, propio del hombre moderno, su ontología está dirigida hacia el futuro como promesa de la utopía, pero la utopía es efímera porque el progreso exige mayor perfectibilidad, es un mundo donde las exigencias del consumo son cada vez mayores, surge un gran desasosiego por satisfacer esas necesidades y deseos (sentido de utopía) a costa del presente.

 

Prosperidad o próspero (del latín pro spere) significa «de acuerdo a la esperanza». Pero, el desarrollo introduce el sentido de escasez como parámetro de medición del progreso. Esta perspectiva del desarrollo moderno, se redujo entre los años 50 y 70 a un mero crecimiento económico. Por ello las NN.UU., los sectores de izquierda y las ONGs insistieron en una intervención más global que no deje de lado a ningún sector de la población, que impulse la equidad social y de la distribución de los recursos, priorizando el desarrollo de las potencialidades humanas. «El problema de los países subdesarrollados no es mero crecimiento sino desarrollo… El desarrollo es crecimiento más cambio (añadieron). El cambio, a su vez, es social y cultural tanto como económico, y cualitativo tanto como cuantitativo… El concepto clave debe ser mejorar la calidad de vida de la gente» (Naciones Unidad, 1962)[23]. El énfasis de los discursos de los ’70 está en la universalización del desarrollo (léase un modelo de sociedad) aunque por diversos caminos, sea por la vía de superar la marginalidad o por la vía de romper con la dependencia (esta última visión es más influyente en la educación popular).

 

El principio de escasez se complementa con el de «calidad de vida» que permite identificar las necesidades no satisfechas de las poblaciones. «Todas las culturas del mundo pueden ser medidas con una única medida de ‘nivel de vida’ (que implica la normalización de todo lo viviente) hace a todas esas culturas conmesurables y, en consecuencia, desiguales. Esto priva a los pueblos del mundo de sus propias nociones autóctonas de prosperidad»[24], la calidad de vida tiene un medidor común para todo el mundo a través de los datos que emite las NN.UU. El «nivel de vida» iguala educación con niveles de escolaridad y escuelas, y a nuestros pueblos les falta educación, o equipara nivel de salud con hospitales y doctores, y a nuestros pueblos les falta salud,… así se justifica una intervención sobre nuestros pueblos en nombre de la «ayuda» para el desarrollo. El «nivel de vida» deviene en pobreza entendida como incapacidad de consumir lo mínimo necesario para vivir, sólo que ese mínimo necesario está dado por categorías universales y homogéneas de consumo.

 

A pesar de las propuestas de desarrollo integral y desarrollo endógeno, de la década de los ’70, lo cierto es que el afán ilimitado del progreso como insatisfacción permanente de los deseos humanos por la estabilidad efímera de lo nuevo, nos ha llevado a distancias cada vez más grandes entre «desarrollados» y en «vías de desarrollo», un deterioro notable del medio ambiente y del equilibrio ecológico por la super explotación a la que ha sido sometida la naturaleza en nombre del poder humano, y una población cada vez más mayoritariamente «pobre».

 

«La occidentalización del mundo no ha creado de ninguna manera una igualación universal de los niveles de vida. En cambio, ha impuesto el concepto de nivel de vida como la categoría dominante para percibir la realidad social (y por tanto el subdesarrollo) y ha hecho al incremento de los niveles de vida una obligación moral para los conductores de las naciones emergentes»[25]. Un indígena de las selvas amazónicas o un andino que está en armonía con su pacha y su ayllu pueden considerar que su vida es buena, por su sentido de esperanza o prosperidad, pero se entera que es de los más pobres del mundo gracias a esta universalización de los parámetros de medida del nivel y la calidad de vida.

 

«Al cabo de 47 años de seguir mal o bien las recetas del desarrollo la distancia entre países ricos y países pobres se ha ensanchado pavorosamente. Si en 1960 los países del Norte eran veinte veces más ricos que los del Sur, en 1980 ya eran cuarentaiséis veces más. El último informe de las NN.UU. (1996) sobre la distribución de la riqueza en el mundo registra entre otras cosas lo siguiente: el 20% de la población mundial económicamente mejor acomodada tenía en 1970 ingresos equivalentes al 70% del producto social bruto, pero en 1991 era ya del 85%, al paso que el 20% de la población más deprimida que tenía en 1970 un ingreso del 2.3%, en 1991 descendió a 1.4%. El mismo informe nos revela la forma macabra cómo se concentra hoy la riqueza: Las 358 personas más ricas entre terrícolas tiene un ingreso anual equivalente al que percibe el 45% de la población mundial en el nivel de más pobreza, esto es, dos mil trescientos millones de seres humanos»[xxvi].

 

Los desequilibrios ecológicos y el aumento poblacional desmesurado junto a la necesidad del crecimiento económico de los países (en especial de los países industrializados) ha llevado a modificar la concepción de desarrollo hacia el llamado «desarrollo sustentable». Se plantea mantener el desarrollo, pero sin comprometer el hábitat de las próximas generaciones, la «calidad de vida» sigue siendo el parámetro de medida de ese desarrollo. Pero, según Bill Rees -Prof. de la Universidad de Vancouveral- si todos los países tuviéramos la calidad de vida de los países industrializados necesitaríamos veinte planetas para absorber los desperdicios que se produjeran. «En la idea del desarrollo sustentable concurren dos propósitos del pragmatismo post-ideológico, que muestra la arrogancia del hombre moderno y su desmesura: la pretensión de que la humanidad puede ser globalmente manejable y que la explotación de la naturaleza puede limitarse a tal punto de no perder el control de ella. El mito moderno de que el hombre es más que la naturaleza y la puede poseer mediante el conocimiento está aun peligrosamente vigente…»[xxvii].

 

Si bien hoy el desarrollo, a pesar de mantenerse como idea de progreso civilizatorio, es más un término vacío que puede ser llenado con varias definiciones. «La palabra implica siempre un cambio favorable, un paso de lo simple a lo complejo, de lo inferior a lo superior, de lo peor a lo mejor. La palabra indica que uno lo está haciendo bien, porque avanza en el sentido de una ley necesaria, ineluctable y universal y hacia una meta deseable»[xxviii]. Por ello el mito del progreso como realización humana es aún hoy dominante.


[1] Berman, Marshall, «Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad», Siglo XXI, México, 1986, p. 15.

[2] Habermas, Jürgen, «Modernidad versus postmodernidad», en F. Vivescas y F. Giraldo, «Colombia el despertar de la modernidad», Foro Nacional por Colombia, Santa Fe de Bogotá, 1991, pp. 17-18.

[3] López Soria, José Ignacio, «Modernidad – modernización. Aproximación conceptual», original inédito, Lima, s/f, p. 5.

[4] Peña Cabrera, Antonio, «La ciencia, la técnica y la ecología: los límites de la racionalidad occidental», PRATEC, Lima, 1994, pp. 8-9.

[5] Grillo, Eduardo, «La cosmovisión andina de siempre y la cosmología occidental moderna», en «¿Desarrollo o descolonización en los Andes?», PRATEC, Lima, 1993, p. 39.

[6] San Agustín, citado en Touraine, Alain, op. cit., p. 51.

[7] Van Kessel, citado en Grillo, Eduardo, op. cit., p. 45.

[8] Ver García Canclini, Néstor, «Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad», México, Grijalbo, 1990, pp. 31-32.

[9] Ibíd., p. 32.

[10] Habermas, Jürgen, «Modernidad versus postmodernidad», en F. Vivescas y F. Giraldo, «Colombia el despertar de la modernidad», Foro Nacional por Colombia, Santa Fe de Bogotá, 1991, p. 19.

[11] Touraine, Alain, op. cit., p. 36.

[12] Berman, Marshall, «Brindis por la modernidad», en F. Vivescas y F. Giraldo, «Colombia el despertar de la modernidad», Foro Nacional por Colombia, Santa Fe de Bogotá, 1991, p. 48.

[13] Jürgen Habermas y Marshall Berman son dos de los filósofos que han insistido más en estas diferenciaciones.

[14] Touraine, Alain, op. cit., p. 69.

[15] Touraine, Alain, op. cit.. 84.

[16] Boaventura de Sousa, Santos, «Una cartografía simbólica de las representaciones sociales», en Nueva Sociedad # 116, Caracas, noviembre – diciembre, 1991, p. 18.

[17] Paz, Octavio, «El signo y el garabato», Seix Barral, Barcelona, 3ª edición, 1991, pp. 10-11.

[18] Ver Esteva, Gustavo, «Desarrollo», en Wolfrang Sachs (ed.), «Diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder», PRATEC, Lima, 1996, p. 55.

[19] Paz, Octavio, op. cit., p. 27.

[20] Gronemeyer, Marianne, «Ayuda», en Wolfrang Sachs (ed.), «Diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder», PRATEC, Lima, 1996, p. 18.

[21] López Soria, José Ignacio, op. cit., p. 7.

[22] Esteva, Gustavo, op. cit., p. 68.

[23] Citado por Esteva, Gustavo, op. cit., pp. 60-61.

[24] Lummis, C. Douglas, «Igualdad», en Wolfrang Sachs (ed.), «Diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder», PRATEC, Lima, 1996, p. 108.

[25] Latouche, Serge, «Nivel de Vida», en Wolfrang Sachs (ed.), «Diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder», PRATEC, Lima, 1996, p. 185.

[xxvi] Peña Cabrera, Antonio, «Presentación», en Wolfrang Sachs (ed.), «Diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder», PRATEC, Lima, 1996, p. XIV.

[xxvii] Ibíd., p. XV.

[xxviii] Esteva, Gustavo, op. cit., p. 57.