NOMBRES DE LA SOBERANÍA PERSONAL Y COMUNITARIA Por: Mario Rodríguez Ibáñez

“Ya se firmar mi nombre…” Esta fue la frase más repetida durante las entrevistas realizadas para la elaboración de una sistematización de un proceso de alfabetización que hice hace años atrás en el departamento de Tarija. Nos la dijeron mujeres de 50 o 60 o 70 años, que al fin podían anotar su nombre en los cuadernos de actas del sindicato campesino; también nos la dijeron mujeres de 30 o 40 años que al fin podían firmar la libreta escolar de sus hijos; otras mujeres, de 18 o 20 años, también nos repitieron esta frase al afirmar que estaban pensando entrar a un centro de educación de adultos para continuar estudiando. Los varones, de cualquier edad, también nos dijeron “ya se firmar mi nombre”, cuando recordaban los trámites en la ciudad o en alguna oficina de reforma agraria. Esa frase, ese permanente “ya se firmar mi nombre”, nos fue expresado algunas veces con vergüenza, como queriendo decir que “apenas se ha avanzado esito”. Otras veces, la mayoría, expresaba un cierto orgullo, una satisfacción personal que desataba sonrisas de felicidad. Tal vez, tras esta frase este una manera de sentir que se ha madurado un poco, que las condiciones de exclusión, entre ellas la barrera inmensa que significa el analfabetismo, han disminuido en alguito.

 

Un porcentaje de la población campesina del país sigue siendo analfabeta, muchas veces funcional, y esa su condición es un factor muy importante al momento de reproducir y profundizar las condiciones de exclusión. La sociedad oficial y dominante prácticamente no les toma en cuenta, se trata de personas que son percibidas como de una categoría inferior, sin capacidad de reflexión ni propuesta, su palabra cuenta poco ya que no tuvieron la formación escolar. Al interior de sus propias comunidades también se siente la desventaja, aunque esa situación sea compartida por varias personas de la comunidad. Es más difícil asumir cargos de responsabilidad o representar a la comunidad si no se sabe leer ni escribir, incluso se pierden oportunidades como los cursos y talleres que ofertan diferentes instituciones. Cuando pasa el cuaderno de actas del sindicato o cuando hay que hacer listas para algún trabajo o proyecto, muchas de las personas de la comunidad se arrinconan y participan menos ya que sienten vergüenza por su condición analfabeta. Muchos papás y mamás sienten todavía una mayor vergüenza cuando sus hijos les piden ayuda en las tareas escolares, tema profundamente agravado por la virtualización de los procesos educativos debido a la emergencia sanitaria. El analfabetismo no solo es un factor fundamental de la discriminación económica, social, política o cultural, también es un dispositivo poderoso que impacta en las personas concretas, en su autovaloración y en la capacidad de creer en ellos o ellas mismas; es un factor de autoexclusión.

 

Por eso cuando la gente nos decía “ya se firmar mi nombre”, se sentía que algo había cambiado en sus vidas, no era de esos cambios que se miran a kilómetros y que provocan asombro, era un cambio más sencillo, más prudente, más humilde… se sentían orgullosos de ellos y ellas mismas, orgullosos de vencer -con muchas limitaciones y miedos- uno de los factores que más exclusión cotidiana les significaba. Tal vez no sepan leer ni escribir fluidamente, incluso hay quienes apenas garabatean las letras de su nombre, pero Juan, Cecilia, María, Inocencio, Eustaquia, Renato, Eulogia, Francisca o cualquiera de las otras personas que participaron en este proceso, nos podrían decir que lo último que nos queda es el nombre, que cuando este se nos pierde en una esquina del olvido también empezamos a perdernos a nosotros mismos. Cuando el nombre sigue ahí, digno y terco, cuando es recuperado de distintas maneras, incluso en el lenguaje escrito que es la forma de los sectores dominantes, se es un poco más uno mismo o una misma, mejor si el nombre se comparte con los iguales y se mete desafiante en el mundo de los dominadores.

 

Muchos años antes de haber realizado este proceso de sistematización, en mis primeros años de trabajo en comunidades campesinas del país, visité otra región del departamento de Tarija. Esta vez se trataba del territorio del pueblo guaraní, comunidades todavía semi cautivas, como se decía a las comunidades en sistemas de servidumbre por la expansión de las haciendas patronales en la región. Yo tendría unos 20 años de edad. Un joven guaraní de una edad parecida a la mía, una noche de compartir con música, bailando y bebiendo con la comunidad me contó un poco de su vida. Del sistema de servidumbre, del abuso de las familias de patrones, de su hermana sirviendo en la casa del patrón, de sus ganas de “robar” a su hermana y huir hacia la Argentina, del abuso de los “cristianos” y los “Karai”, de los primeros pasos de su pueblo en el proceso de organización. A él lo había conocido un par de días antes, nos apartamos un poco de grupo y ahí le pedí grabar sus relatos, me lo permitió. Me contó y siguió contando por más de una hora. Yo grababa en los viejos casetes. Al final ya no preguntaba, me inundaba el asombro, solo escuchaba los relatos de un mundo por entonces desconocido para mí. Yo lo había conocido con el nombre de Sebastián. Paró el relato, se levantó para incorporarse a la fiesta, yo me quedé digiriendo todo lo que había escuchado, dio unos pasos y volteó el rostro hacia mí y me dijo, como quien no dice nada importante, “¡ah!, mi nombre no es Sebastián, yo soy Arucayo, ese es mi nombre, el otro me lo impusieron los patrones”, dio otros pasos y repitió el gesto de voltear el rostro y complementó, “no, ni siquiera es ese mi nombre, mi nombre guaraní de verdad es Siwa, ese soy yo”.

 

Poco después lo encontré en la primera marcha indígena “Por el Territorio y la Dignidad”, en la que los pueblos indígenas de “tierras bajas” le decían al país que Bolivia no podía seguir viviendo encubriendo la existencia de éstos pueblos, marcha que sembraba las semillas del debate sobre la Plurinacionalidad del país. Él caminaba como su pueblo, lo hacía con su comunidad avanzando en la recuperación de tierras, no había huido a la Argentina y ya era vocero local de su organización.

 

Recuperar su nombre fue un acto de soberanía personal y colectiva, de pueblo irrumpiendo en los lugares de los dominadores con pretensiones de cultura universal y que implementan estrategias de arrasamiento de la diversidad, la plurinacionalidad y de otros modos de vida o civilizaciones para estandarizar y homogenizar la dominación global. El propio nombre es un campo de resistencias, de reexistencias y de irrupción de las dignidades de lo propio es el campo de la política y el poder. Es otra manera de tejer subjetividades que subvierten los poderes existentes.

 

Por ello también es tan político nombrar a los pueblos y/o naciones “indígenas” con sus nombres propios, no son con el genérico de originarios o indígenas. Aymara, Quechua, Guaraní, Esse Ejja, Canichana, Araona, Itonama, Mosetén, Sirionó, Tacana, Yuracaré, Kallawaya, Leco, Uru Chipaya, Uru Murato son algunos de esos nombres propios que nos muestran en el día a día que otros modos de vida, que otros horizontes civilizatorios, con sus propias contradicciones y limitaciones, son culturas vivas y presentes con elementos que aportan para desmontar las lógicas de dominación del capitalismo, del colonialismo, del patriarcado, del antropocentrismo, que con sus filamentos de resistencias y sabidurías nos ponen posibilidades de ir tejiendo otros mundos posibles más equitativos, más plurales, más dignos.

 

“Ya sé escribir mi nombre”, “este es mi nombre”, “este es el nombre de mi pueblo” son enunciaciones, son dichos, que evidencian expereincias de soberanía personal y comunitaria.