En 2014, recibimos, de buena manera, la intención del Estado por dotar de una cantidad de cupos a organizaciones LGBT para ser incluidos al servicio militar obligatorio. Un absurdo que no hace falta explicar a profundidad. No hay nada que justifique integrarnos a una institución de opresión y sometimiento histórico.
En 2016, en un momento político bastante frágil, se promulgó la Ley 807 de Identidad de Género. El movimiento de personas con discapacidad reclamaba un bono estatal de 500 bolivianos mensuales. Pero estaban impedidos de ingresar a protestar en la Plaza Murillo de La Paz y estaban siendo reprimidos por la policía boliviana; mientras que las organizaciones LGBT celebraban, con baile y regocijo, junto al vicepresidente del Estado.
Más tarde, la Ley 807 fue revisada por el Tribunal Constitucional Plurinacional, quienes establecieron la inconstitucionalidad del principal artículo de la Ley que reconocía todos los derechos de la identidad asumida. Hoy, la mencionada Ley, simplemente, sirve para el cambio del nombre y dato del sexo, en los documentos de identidad de una persona trans; pero no garantiza los derechos requeridos. El mismo Estado que elaboró la ley, hoy nos toma como “cuerpos inconstitucionales”.
Pienso que solidarizarse con el movimiento de personas con discapacidad, pudo haber sido una forma de volver a un horizonte de lucha amplio y coherente, que se reflejara no solamente a través de la búsqueda de beneficios individuales, sino, del beneficio colectivo. A fin de cuentas, las formas en que se ha oprimido al cuerpo discapacitado, no están lejos de las formas en que se ha oprimido al cuerpo gay y trans. Todos venimos de procesos de patologización, así como el cuerpo prostituido, sidoso, sifilítico, racializado, indígena, y otras tantas identidades subalternas.