Por: Miriam Lang, Horacio Machado Aráoz y Mario Rodríguez Ibáñez
En la actualidad, varios fenómenos de crisis están vinculados. Nunca antes en la historia tantos gobernantes de extrema derecha habían llegado al gobierno mediante elecciones, en las más diversas partes del planeta. Nunca antes tantos millones de personas habían sido desplazadas de sus lugares de origen, por diferentes factores de expulsión. Nunca antes la sociedad humana enfrentó niveles de desigualdad tan escandalosos, o, para reformularlo con las palabras que propone Rita Segato en este libro, nunca antes el mundo ha tenido tan pocos dueños tan poderosos. Nunca antes las condiciones materiales y ecológicas de la vida misma en nuestro planeta estuvieron expuestas a una destrucción tan acelerada.
Al mismo tiempo, el lucro y la lógica empresarial siguen expandiéndose a todos los campos de la vida social: se convierten en lenguaje de valoración (pretendido) único, en la forma predominante de interacción política, y en el sentido final de la existencia para porciones cada vez más amplias de seres humanos. Conductas y posturas de supremacía racial, sexista o religiosa ganan legitimidad y se expanden en el imaginario social de diversas partes del mundo. Asimismo, el orden global que desde la segunda posguerra había generado cierto optimismo y estabilidad, e incluso algunos ensayos antiimperialistas y de no alineación, el llamado multilateralismo, está siendo socavado por afanes de acumulación que precisan rebasar todo tipo de límites anteriormente vigentes. Es socavado también por ciertos personajes, que se construyen como superhéroes masculinos, sobrehumanos, capaces de resolver problemas excepcionales con medidas excepcionales, por encima de toda regla, como Donald Trump, en EE.UU.; Viktor Orbán, en Hungría; Rodrigo Duterte, en Filipinas; Narendra Modi, en la India, y Jair Bolsonaro, en Brasil.
Ante esta situación angustiante, una reacción muy común de corrientes políticas diversas es defender los ‘valores y logros de la modernidad’, o lo que se cree que queda de ellos, contra el avance de diferentes fenómenos experimentados como ‘barbarismos’: los derechos humanos, la democracia, y el contrato social en torno al bienestar. Defenderlos a que no sean desmantelados por los populistas de derecha, por los neofascismos, por los fundamentalismos religiosos autoritarios o los de mercado –todas aquellas expresiones de “las nuevas caras de la derecha” (Traverso, 2018). Por ejemplo, las centroderechas liberales y conservadoras europeas exigen cerrar y militarizar las fronteras frente a la migración desde África o el Oriente Medio, pues, en su percepción, esta viene a amenazar la democracia, la provisión social y la seguridad, ‘sus’ logros que obtuvieron y tienen ‘por derecho propio’. Pero la necesidad de defender el horizonte de derechos, de la democracia y del bienestar también es un sentimiento ampliamente compartido entre personas que se identifican con la emancipación social o con las izquierdas plurales. Muchos luchan para ‘extender’ los beneficios de la modernidad a todas las poblaciones y geografías, sin enfrentar el hecho de que histórica, política y ecológicamente, estos derechos son en realidad privilegios.
El pensamiento decolonial nos advierte que la barbarie que la modernidad quiso dejar afuera le es, en realidad, inherente y constitutiva de su proyecto civilizatorio. Ya a mediados del siglo pasado, el escritor afrocaribeño Aimé Césaire advertía que la empresa de la modernidad se montó prometiendo la civilización y ejerciendo la colonización; colonizando en nombre de la razón, el derecho y el progreso ([1949] 2006). El paisaje desolador que nos presenta este siglo XXI es el epílogo de la trayectoria histórica del proyecto civilizatorio de la modernidad capitalista; la modernidad que se hizo hegemónica. Quienes asumimos el diagnóstico de que estamos asistiendo a una crisis civilizatoria terminal planteamos que lo que hoy nos embarga –a la especie humana y al planeta– no son algunas fallas o fracasos puntuales de esta modernidad, sino su rotundo éxito. El rasgo fundamental de nuestro tiempo es que asistimos al triunfo aplastante de la modernidad, solo que ese triunfo es una tragedia, pues se ha erigido sobre el avasallamiento sistemático de la vida en sí. Esta crisis civilizatoria es también, y decisivamente, una crisis del pensamiento crítico.
Este diagnóstico –pese a la robustez de las evidencias que lo sustentan– sigue siendo marginal, no tanto en el campo de las ideas, sino más bien en el de la política. Incluso personas, grupos y organizaciones políticas que se identifican con el imaginario de la emancipación social siguen pensándola dentro de los moldes de la modernidad; para amplios sectores de izquierda –en particular, los que disputan el campo de la política institucional– la tarea pasa por restablecer el horizonte de derechos, sostener la democracia y recuperar el (estado de) bienestar, profundamente degradados bajo el neoliberalismo y amenazados por las nuevas derechas.
La envergadura de los desafíos resulta por momentos abrumadora. Estamos en un momento en el que efectivamente se pretende arrasar con todo vestigio de lo que la modernidad ofrecía en términos de promesas emancipatorias. Abandonar ahora la defensa de toda la institucionalidad estructurada en torno al estado de derecho significaría muy probablemente acelerar drásticamente la escalada exterminista. Quienes planteamos que los desafíos emancipatorios nos exigen ir más allá de la modernidad y trascender radicalmente sus presupuestos epistémico-políticos para proyectar otros horizontes civilizatorios no desconocemos estos riesgos. No desconocemos la fragilidad, la vulnerabilidad y el carácter todavía embrionario de las alternativas que vemos germinar desde las re-existencias. Aun así, no nos parece posible imaginar en términos realistas horizontes de futuro para la vida humanamente reconocible como tal, si no encaramos en serio, colectivamente, como especie, estos desafíos. La defensa de las instituciones normativas de la modernidad resulta hoy tan necesaria como insuficiente. De ahí la urgencia de plantear una agenda de trascendencia del imaginario moderno por más difícil que sea concretarla. Estas inquietudes dan lugar a este texto, pensado como apenas un aporte para estas búsquedas.
Luego de recordar brevemente, desde una perspectiva decolonial, las bases epistémicas de la modernidad capitalista y el rol del Estado en el sistema-mundo que esta instauró, enfatizaremos en tres paradigmas que constituyen las bases del imaginario positivo de la modernidad, que vuelve a legitimar una y otra vez el espejismo de ‘desarrollo’ en la experiencia latinoamericana: los derechos, la democracia y el estado de bienestar. Exploraremos sus orígenes, las relaciones de dominación y la violencia que les son inherentes, pero también su evolución al calor de luchas pasadas, y en qué medida o en qué condiciones constituyen hoy herramientas válidas para estrategias contra las nuevas derechas y la crisis multidimensional. Finalmente, esbozaremos algunas pistas para trascender esta modernidad tan problemática, que, sin embargo, pretende validez universal.