Ya son 37 años (oficiales) de la Ciudad de El Alto, años de construcción desde la complejidad de sus raíces andinas, migratorias, mineras. Cada día pintándose de naranja y plomo, ladrillos tras ladrillos apilados, coordinados, construyendo identidad desde su “estilacho” campesino, minero, con aire de cordillera, ferias coloridas, alimentos y complicidad campo y ciudad, lenguajes diversos, conversaciones en aymara y castellano, música ancestral, baile comercial, modernidad y posmodernidad, empujones, retome de la calle, búsqueda de pertenencia y reafirmación, ausencia estatal, organización y masiva movilización, tumbado gobiernos, recordando a los muertos en Todos Santos y en Octubre, Noches largas, eternos inviernos…
¿Qué escribimos cuando escribimos de El Alto?
Un amigo decía que El Alto no solamente es Octubre de 2003, no solo somos aymaras “revolucionarios”, si la ciudad se está extendiendo y construyendo todos los días, somos esas cotidianidades que lo impulsan. Eso que pasa en el barrio, en la feria, en la puerta de la escuela, en la carretera mientras se preparan los bultos para visitar la comunidad de origen o salir de ella. En la bajada del teleférico hacia esa otra ciudad.
No somos productos, somos procesos, encuentros y desencuentros.
Esta ciudad me acogió hace 4 años, en cierta medida yo también soy una migrante que llego a hacer territorio en esta Ciudad que se extiende hacia el horizonte más próximo a sus raíces, son 4 años de habitar la feria de Villa Dolores, de mirar camiones llegar de todas las comunidades, de observar una plaza llena de wawas pateando pelotas y vendedores ambulantes jugando “cacho”. Aquí también voy construyendo estilacho, junto con la ciudad, tratando de escribir cotidianidades, retazos de un todo complejo, de un tejido que se resiste a romperse, que también se va parchando.