UN MUNDO VIVO, ABIERTO A LO INESPERADO Por: Mario Rodríguez Ibáñez

En la cosmovisión andina ligada al mundo agrario, todo está vivo: los humanos, las estrellas, los cerros, las piedras, los ríos, las plantas, la tierra,… Todos tienen nombre, en una sola comunidad se puede encontrar, por ejemplo, 14 nombres de vientos y cada uno tiene una «forma de ser» diferente. Van Kessel cuenta, por ejemplo, que en varias zonas de la sierra sur peruana y la norte chilena, los granizos, heladas y vientos son conocidos como personas con diferentes nombres según la comunidad. Además, por ser personas vivas, todas tienen sexo, hay piedras macho y hembra, hay vientos macho y hembra, hay lluvias macho y hembra, e incluso otras sexualidades tienen su lugar, pero no son seres no sexuados, etc.

Todo es vivo y, por tanto, todo tiene que alimentarse. Incluso la enfermedad o el granizo (vistos por otros como tragedias), al ser percibidos como personas, también tienen que comer. Es conocido que las poblaciones andinas no tratan de aniquilar la enfermedad, sino que la alimentan y la «despachan» para que se vaya a otro lado. Los rituales de limpia en los que se cambia el cuerpo de la persona enferma por el de un conejo, una gallina o un cuy, nos muestran claramente que hasta la enfermedad es viva y tiene que ser alimentada como tal.

Una continuidad de esta característica puede ser observada en el carácter «cachivachero» del mundo andino. En las ciudades, la gente de procedencia andina tiende a guardarse todo y le cuesta desprenderse de cualquier «basura», porque todas las cosas tienen vida y se incorporan a los lazos familiares. En las ch’allas (rituales de inicio y bienvenida), se adornan los autos, las casas, las cosas nuevas del hogar, para que se sientan bien y no se arruinen o destrocen. Hay una suerte de relación afectiva con las cosas que se tiene, no hay sentido de desperdicio. Muchos explican esta actitud como un criterio de austeridad propio de la pobreza, pero más bien se demuestra que las culturas andinas son abiertas a dar y compartir, lo que lleva a que mucha gente les critique porque dicen que no tienen para comer, pero sí para gastar en fiestas. Es decir, la austeridad no es su forma de vida, tampoco el derroche, sino el respeto a todas las formas de vida en reciprocidad y redistribución.

En un mundo vivo, la muerte no es cesación de la vida, sino una otra manera de vivir. Por ello los muertos nos visitan permanentemente en los sueños, en los cruces de camino, en las fiestas de Todos Santos. En los rituales de recuerdo del año de fallecimiento, se hace que la familia doliente exprese su dolor por la pérdida, pero, al mismo tiempo, que se alegre y haga fiesta para que el alma se vaya y no se lleve otra gente. En Todos Santos se come, se bebe, se baila sobre las tumbas de los difuntos, porque ese día ellos y ellas nos visitan. «El culto de la muerte significa para el aymara la celebración de la vida nueva que surge de la muerte»[i]

«Un mundo así es necesariamente misterioso, impredicible y hasta caprichoso. Por eso es que la cultura andina trata con familiaridad y soltura a lo inesperado, a lo insólito, a lo contradictorio, sin repugnancia ni inhibición alguna»[ii].


[i] Van Kessel, Juan, «Holocausto al progreso. Los aymarás de Tarapacá», hisbol, La Paz, 1992, p. 229.

[ii] Grillo, Eduardo, «La cosmovisión andina de siempre y la cosmología occidental moderna», en «¿Desarrollo o descolonización en los Andes?», PRATEC, Lima, 1993, p. 23.